No podría decir cómo supimos por los altoparlantes que el Papa ya había salido de Corrientes y que la llegada a Paraná se adelantaría media hora. La multitud vibraba de entusiasmo, los cantos se intensificaban, las banderas, carteles y pancartas se movían cada vez con más fuerza. Todos estábamos unidos en una común esperanza y alegría: ¡recibir al Papa!
Cuando el avión fue visible eran apenas pasadas las cinco de la tarde. Desde la terraza observamos la salida del Santo Padre del avión. A pesar de que ya había sufrido el atentado, qué vigoroso y fuerte era entonces Juan Pablo II… En las fotos puede observarse el rostro distendido y alegre de Monseñor Karlic. Su gozo era tal que en él parecía no quedar rastro alguno de la noche sin dormir que había pasado.
Luego del saludo protocolar a las autoridades, el Papa subió al papamóvil y se inició el paseo entre la multitud. Que el itinerario del papamóvil haya podido ser tan extenso y que haya podido repetirse al partir, fueron dos logros que se debieron por una parte a la insistencia de Monseñor Karlic para permitir que cuantos más fuera posible pudieran gozar de la cercanía del Papa, pero además a la buena organización de todo el evento, muy particularmente a la seguridad provista por las vallas, el cordón policial y el cordón de servidores que contuvieron y ordenaron a la multitud.
Al llegar a la rampa por la que se accedía al palco, los cantos y los vivas alcanzaron un fervor máximo, e increíblemente, cuando el Papa llegó frente a la imagen de la Virgen del Rosario y se puso de rodillas ante ella, se hizo un total silencio. Todos los que pudimos también nos arrodillamos y acompañamos al Santo Padre en su oración. Pensar que tal cantidad de gente puede vivir una tal experiencia de comunión alienta la esperanza porque hace patente que cuando algo nos atrae genuinamente, somos capaces de unirnos y de actuar en consonancia. Luego comenzó la liturgia de la palabra que se desarrolló puntualmente según lo programado.
Después de la bendición, como era más temprano de lo previsto, se permitió a quienes estaban en el palco, pasar a saludar al Papa. La serie de fotos que hay en el Arzobispado muestra una bellísima galería de rostros felices entre los cuales pueden verse entonces seminaristas, hoy sacerdotes, jóvenes integrantes del coro, diversos participantes en la liturgia. Y el tiempo dio también para que el Papa se acercara e hiciera sonar la campana que había sido especialmente hecha para esa ocasión y que hoy resuena en la Catedral de Paraná con la inscripción de estas palabras: “Yo haré derivar hacia ella como un río la paz”, porque Juan Pablo II era y fue para nosotros aquí el Mensajero de la Paz.
Cuando se decidió hacer la segunda vuelta con el papamóvil, una ovación agradecida saludó la noticia. Una mezcla de intensísimo gozo con algo de nostalgia ya afloraba en los corazones: el Papa empezaba a partir y su visita tan esperada empezaba a ingresar en la zona del pasado. Lo vimos irse entre lágrimas serenas, entre un mar de manos y pañuelos que se agitaban sin cesar. Al partir el avión, hubo unos diez minutos de fuegos artificiales que fueron una hermosa coronación de lo acontecido y que sirvieron también para contener y hacer pacífica y tranquila la desconcentración de la inmensa multitud, aunque en realidad esto último no hacía falta: tal era la paz que nos había dejado el Santo Padre con su paso. El sol se ponía, ya había salido la luna y las primeras estrellas se iban haciendo, poco a poco, visibles.
En un camino lateral, varios micros aguardaban a los servidores que de allí mismo viajarían a Buenos Aires para la Jornada Mundial de la Juventud, y también a un grupo de treinta personas entre sacerdotes, consagrados y laicos que íbamos a participar en el encuentro en el estadio de Vélez Sarsfield al día siguiente.
Con el Padre Tánger salimos del edificio a pie, rumbo a los micros. Íbamos rezando el Rosario. No había lugar para otras palabras. La felicidad era inmensa. La paz llenaba nuestras almas, una paz gozosa y duradera, que aún hoy, pasados 25 años, volvemos a experimentar al revivir el paso del Santo que es Juan Pablo II por nuestra tierra, una paz que nos brindó y nos dejó para siempre, siempre, siempre…
Haydée Copati, S.
25 de marzo de 2012
Para el Boletín Arquidiocesano