El sábado 14 de abril se celebrará en el Aeropuerto de la ciudad la Santa Misa en conmemoración por los 25 años de la visita del Papa Juan Pablo II. A partir de las 15,30 se saldrá en procesión desde la parroquia San José Obrero.
HOMILÍA DEL SANTO PADRE EN PARANÁ
El paso de un Santo entre nosotros
Los cristianos creemos en la vida eterna y sabemos bien que vida eterna no quiere decir la vida que nos espera después de la muerte sino, mucho más intensa y profundamente, la vida que, en el hoy de cada uno de nosotros, es grávida de eternidad: lo que vivimos, cada momento, tiene valor de eternidad porque es para siempre, siempre, siempre… como solía decir Santa Teresa. Cada acto, cada experiencia nos configura y va dando paso a la fisonomía definitiva que tendremos después de nuestra pascua, es decir, después de la muerte. Ella sólo será el paso último para abrirnos totalmente a aquello que hoy contemplamos y vivimos en el claroscuro de la fe. La vida eterna no es lo que viene después, es el hoy que vivimos y que sellamos con el amor de nuestra libertad que quiere acoger el misterio que Dios nos ofrece.
Los cristianos por nuestra fe sabemos que vivimos en comunión con todos los miembros de la Iglesia mucho más allá de nuestra voluntad efectiva de querer estar unidos. Jesucristo nos une y reúne con el poderoso e indestructible vínculo de su amor hasta la muerte. Todos vivimos, nos movemos y existimos en El, por El, con El. La comunión, que por nuestra caridad se profundiza y acrecienta, es posible gracias a esa unidad de amor divino del cual procedemos. Por eso nosotros los cristianos creemos que estamos unidos los vivos y los muertos, que son en realidad vivientes en otra etapa de la Vida.
¿Por qué decir esto? Porque sin ello, una memoria de la visita de Juan Pablo II a Paraná no tendría mayor sentido que un recuerdo cualquiera de un pasado que ya fue. Hacer memoria, para el cristiano, no es simplemente traer al presente lo pasado, con la imperfección propia del recuerdo, con los errores e imprecisiones sobre lo realmente acontecido, con la parcialidad propia de quien recuerda. Hacer memoria para el cristiano es renovar el sentido eterno de lo acontecido, a través de quienes fueron testigos de esa experiencia, para con ello crecer y hacer crecer la vida y la fe de otros, especialmente de aquellos hermanos nuestros que entonces no estaban todavía o que, quizá, por demasiado pequeños, no pueden tener memoria de lo sucedido.
La vida guarda todo, recoge en su interior cada acontecimiento, pequeño o grande. La vida retiene lo vivido mucho más allá de lo que seamos capaces de rememorar. Por eso, cuando con estas líneas pretendemos recordar la visita de Juan Pablo II a Paraná, lo hacemos sabiendo que se trata de hacer manifiesto algo que en su realidad y verdad más fuerte está en el interior de quienes vivimos esa visita. Y en este revivir desde el misterio, nos acompaña en primer lugar el propio Santo Padre que fue Juan Pablo II, ahora desde el Cielo y reconocido ya por la Iglesia como Beato. Nosotros no estamos recordando el paso por Paraná de alguien que estaba vivo y ahora ha muerto. No. Estamos trayendo a nuestro hoy la presencia, la compañía, la intercesión de quien una vez estuvo aquí y hoy, desde el Cielo, está realmente presente para seguir acompañándonos y obteniéndonos del Señor gracias que quizá, por insuficiencia e imperfección de nuestra fe, no nos atrevemos a pedir.
El anuncio de la visita
Cuando en diciembre de 1986 se anunció oficialmente cuál sería el itinerario de la visita del Papa a la Argentina, tuvimos la confirmación de algo que hasta ese momento sólo era un sueño: el Papa vendría a Paraná, la ciudad que fue una vez capital de la Confederación Argentina, y el tema del encuentro sería la inmigración como elemento característico y constitutivo de la nación. Desde dos meses antes se habían estado haciendo los preparativos a nivel nacional y Paraná, en octubre, había recibido, como muchas otras ciudades del país, la visita del Padre Roberto Tucci S.J., quien era el encargado por parte de la Santa Sede de la organización del viaje. En noviembre había tenido lugar la Asamblea Plenaria del Episcopado en la que se habían hecho las propuestas. Como era lógico, cada diócesis candidata a la visita, exponía a través de su pastor los motivos que podían acreditar el honor de recibir al Papa. Recuerdo que en esa época se hablaba de ciudades que ya estaban firmes en el itinerario y de otras, como Paraná, que no tenían aún la seguridad de ser visitadas. ¿Por qué finalmente resultó elegida Paraná? No sabría decirlo a ciencia cierta, pero creo que en ello jugó un papel determinante la Providencia: el Santo Padre iba a celebrar la misa en Corrientes en la mañana del jueves 9 de abril y algo predeterminado era también que en la noche de ese día debía estar en Buenos Aires. El aeropuerto de Paraná aparecía entonces como un interesante punto de escala, ideal para tener allí mismo un encuentro en el que se podría realizar una liturgia de la palabra de apenas una hora de duración, tiempo más que suficiente para recibirlo, escucharlo y despedirlo. Seguramente otras ciudades cercanas, como la vecina Santa Fe de la Vera Cruz, tenían motivos de mucho peso histórico y cultural. Paraná tenía en su favor el haber sido una vez capital de la Confederación y también ser capital de una provincia en la que la conformación de su población era una muestra patente del crisol de comunidades con el que la Argentina se constituyó como nación. ¿Qué otros motivos, además de estos señalados aquí, pudieron dar paso a la elección? Realmente no lo sé. Sólo sé que lo nunca soñado antes se había primero convertido en sueño, luego en posibilidad y finalmente en una realidad tan maravillosa como aterradora: había que prepararse para recibir nada menos que al Vicario de Cristo en la tierra.
Los más jóvenes quizá no encuentren tan extraordinario este hecho, dado que muchos han nacido y crecido bajo el pontificado de Juan Pablo II, viajero como ningún otro Papa en la historia de la Iglesia. Tal vez, acostumbrados a ver viajar al Santo Padre y también a moverse ellos mismos mucho más que las generaciones anteriores, no pueden evaluar adecuadamente lo extraordinario de la circunstancia que, es preciso decirlo, quizá no se repita nunca más para nuestra ciudad.