Cada 2 de noviembre, se recuerda en la Iglesia la Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos. Se trata de una solemnidad que tiene un valor profundamente humano y teológico, ya que abarca todo el misterio de la existencia humana, desde sus orígenes hasta su fin sobre la tierra e incluso más allá de esta vida temporal.
Historia y orígenes de la conmemoración
El recuerdo de los difuntos se remonta a los principios de la historia de la humanidad. En la plenitud de los tiempos, con el evento de la Resurrección de Jesús, la memoria y la piedad hacia ellos se enriqueció radicalmente. Ya los primeros cristianos, como se puede ver fácilmente en las catacumbas, esculpían en las tumbas la figura de Lázaro resucitado, como signo de la esperanza de que su pariente amado también volvería a la vida gracias a Cristo (cf. Jn 11, 38-44).
Pero sólo en el siglo IX aparece la conmemoración litúrgica de los difuntos, herencia de la costumbre monástica ya en boga en el siglo VII de consagrar, dentro de los monasterios, un día entero a la oración por los difuntos. La práctica, sin embargo, ya estaba presente en el rito bizantino que celebraba a los difuntos el sábado anterior al inicio de la cuaresma o en un período entre finales de enero y el mes de febrero.
Más tarde, en el año 809, el obispo de Tréveris, Amalario Fortunato de Metz, colocaría la memoria litúrgica de los difuntos -que esperan contemplar el rostro del Padre- al día siguiente de la dedicada a los santos, que ya gozan de la vida divina. Finalmente, en el año 998, a disposición del Abad de Cluny, Odilón di Mercoeur, se fijó la solemnidad para el 2 de noviembre incluyendo un período de preparación de nueve días, conocido como la Novena de los Difuntos, que comienza el 24 de octubre.
Con datos de www.vaticannews.va