Catedral de Paraná
21 de septiembre de 2022
Queridos hermanos:
Dios, por boca del Profeta Jeremías, nos dice: «Os daré Pastores según mi corazón». Con estas palabras, Dios promete a su Pueblo no dejarlo nunca privado de Pastores que lo congreguen y guíen.
El Pueblo fiel experimenta siempre la realización de este anuncio profético. Y en esta noche, la Iglesia que peregrina en Paraná es testigo del cumplimiento de estas palabras del Señor, con la ordenación de un nuevo sacerdote; por eso damos gracias a Dios porque una vez más ha cumplido Su Promesa. Con inmensa alegría estamos participando de la Eucaristía en la que este hermano nuestro va a recibir el sacramento del Orden que lo configurara con Cristo Cabeza, Pastor, Siervo y Esposo de la Iglesia.
La vocación sacerdotal es un misterio de la elección divina: «No me han elegido ustedes a mí, sino que yo los he elegido a ustedes, y los he destinado para que vayan y den fruto, y ese fruto permanezca» (Jn. 15,16); «Antes de formarte en el vientre materno, yo te conocía; antes que salieras del seno yo te había consagrado, te había constituido profeta» (Jr. 1,5). Estas palabras inspiradas de la Sagrada Escritura estremecen profundamente el corazón de todo sacerdote, seguramente en esta noche el de Julián.
Pero podríamos preguntarnos: ¿qué significa ser sacerdote? ¿Tiene validez en un mundo secularizado como el nuestro? ¿Vale la pena?
Para contestar tenemos que avivar la fe, sumergirnos en el plano sobrenatural y tratar de asomarnos con admiración al Misterio, desde una relación esencial con Cristo.
El mundo ha cambiado enormemente, y sigue cambiando a un ritmo vertiginoso; ya nada nos asombra… pero sin embargo sigue siendo válido que la única respuesta para las soluciones a los grandes conflictos de nuestro tiempo es Jesucristo, el Único que salva, «aquel a quien el Padre santificó y envió al mundo» no para condenarlo, sino para que el mundo viva y se salve.
Y si creemos esto, quedamos admirados frente a la grandeza de lo que pasa hoy. Porque el sacerdote se ubica en la misma consagración y misión de Cristo: » Como el Padre me envió, también yo los envío a ustedes». » Como el Padre me ama, Yo también los he amado”. Solo así se comprende lo radical del llamado y lo irreversible de la respuesta que va a dar Julián. Cristo tiene derecho a elegirlo y a enviarlo, de una manera original y única. Cuando se lo piensa en la fe, se comprende algo de lo misterioso y maravilloso que estamos viviendo…Como decía el Santo Cura de Ars “si comprendiéramos el misterio del sacerdocio, moriríamos, pero no de temor sino de amor”.
El sacerdocio es un don, es una elección, es una gracia inmerecida, porque no está basada en nuestros propios méritos o capacidades, sino en el puro amor de predilección de Dios, como escuchábamos en el Evangelio: “Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”. Como a san Mateo, Jesucristo, después de orar al Padre, lo llama a Julián, en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo. Le pido al Señor que tenga la repuesta de Mateo: levantarse, seguirlo y abandonarlo todo.
Pero ¿qué significa ser sacerdote? San Pablo nos dice que, ante todo, ser sacerdote es ser administrador: «servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios.” (1 Cor. 4, 1-2). El administrador no es propietario, sino aquel a quien se le confían los bienes para que los gestione con justicia y responsabilidad.
Recibe de Cristo nada menos que los tesoros de la salvación para distribuirlos entre sus hermanos a los cuales es enviado. Se trata de los bienes de la fe. Es, por tanto, el hombre de la Palabra, el hombre de los sacramentos, el hombre del «misterio de la fe». Nadie puede considerarse «propietario» de estos bienes. Todos somos sus destinatarios. El sacerdote, sin embargo, tiene la tarea de administrarlos en virtud de lo que Cristo ha establecido.
La vocación sacerdotal es un misterio. Es el misterio de un «maravilloso intercambio» entre Dios y el hombre. Éste ofrece a Cristo su humanidad para que Él pueda servirse de ella como instrumento de salvación, casi haciendo de este hombre otro sí mismo. (Tomen y coman, este es mi cuerpo…yo te absuelvo…). Si no se percibe el misterio de este «intercambio», no se logra entender cómo puede suceder que un hombre joven, escuchando la palabra ‘‘¡Sígueme!», llegue a renunciar a todo por Cristo, con la certeza de que por este camino su personalidad humana se realizará plenamente.
Nuestro querido y recordado san Juan Pablo II se preguntaba. “¿Hay en el mundo una realización más grande de nuestra humanidad que poder representar cada día “in persona Christi” el Sacrificio redentor, el mismo que Cristo llevó a cabo en la Cruz?
El Espíritu Santo quiere servirse de Julián, de su boca, de sus manos, de su cuerpo para proclamar incesantemente la Palabra; traducirla de tal modo que toque los corazones, pero sin alterarla ni rebajarla, sin acomodarla a sus criterios; y repetir el gesto de ofrecimiento de Jesús en la Última Cena, sus gestos de perdón a los pecadores.
Será tomado de entre los hombres y permanecerá cercano a ellos, “cristiano en medio de ellos”, decía San Agustín. Pero totalmente consagrado a la obra de la salvación.
Será instrumento, pobre y humilde, que no debe atribuirse el mérito de la gracia transmitida; solo instrumento.
Querido Julián:
¡Qué grande y maravilloso es proclamar la Buena Nueva!, hacer conocer a Jesucristo; poner a nuestros hermanos en relación personal, viva con Él; velar por la autenticidad y la fidelidad de la fe, para que no decaiga, para que no sea alterada ni esclerotizada. Ser maestro de fe y predicador incansable de la misma; testigo de quien vive lo que anuncia y ayuda a descubrir, con gestos cotidianos, la verdad de lo que dice y lo que cree y así mantener en la Iglesia el impulso misionero, como nos insiste Francisco, formando comunidades santas, evangelizadoras y servidoras.
¡Que noble misión es dispensar los misterios de Dios!, ser canal transparente de la gracia de Cristo, hacerlo presente de modo sublime en el misterio pascual a través de la Eucaristía, y en su gesto misericordioso del perdón.
¡Qué extraordinario es ser pastor!; construir y mantener la comunión entre los cristianos, en el lugar que se te confíe, corresponsable de las otras comunidades de la Arquidiócesis, todas en unión con el sucesor de Pedro. ¡Qué desafiante buscar las ovejas perdidas!
En ese pastoreo tendrás que presidir la caridad de tu comunidad especialmente entre los más pobres y los que más sufren.
Julián: sólo podrás servir eficazmente al hombre si te sientes «encadenado a Cristo por el Espíritu”. Somos humildes servidores de los hombres; pero nuestra capacidad de servicio la engendra en nosotros la absoluta y gozosa inmolación a Cristo.
El servicio cotidiano no es fácil. Es importante una permanente disponibilidad para contemplar, convertirnos y morir. Servir a los hombres es entenderlos, asumirlos, salvarlos… Multiplicarles el pan eucarístico, abrirles los misterios del Reino, comunicarles el don del Espíritu. (Como lo enseñaba el Venerable Cardenal Pironio).
Como decía santa Teresa de Calcuta: “Tengan la libertad de amar y de ser todo para los hombres. Por eso necesitan ser libres, pobres y llevar una vida simple… Como sacerdotes tienen que ser capaces de alegrarse de esta libertad, de no poseer, de no tener a nadie; sólo entonces podrán amar a Cristo con amor indiviso en la castidad y entregarse sin reservas a sus hermanos”.
Que la Eucaristía llegue a ser para vos una escuela de vida, en la que aprendas a entregarla. La vida no se da sólo en el momento de la muerte, y no solamente en el modo del martirio. Debes darla día a día. Debes aprender a desprenderte, a estar a disposición del Señor para lo que te necesite en cada momento. Dar la vida, no tomarla. Sólo quien da su vida la encuentra.
Marianiza tu sacerdocio. Como san Juan, introdúcela en el dinamismo de tu existencia y de tu misión. Vas a comenzar a ser su hijo predilecto porque te asemejarás más a Jesús, y también porque como Ella, vas a estar comprometido en la misión de proclamar, testimoniar y dar a Cristo al mundo.
Que Ella te conceda la gracia de la generosidad en la entrega, la fidelidad en el compromiso, una vida pobre y un amor ardiente y misericordioso…
Has tomado como lema, una frase que te ha marcado fuertemente los últimos años de tu Seminario y que hoy por primera vez la pronunciarás como sacerdote: “Por Cristo, con Él y en Él”.
Es todo un programa de vida sacerdotal porque señala la configuración más íntima del amor en quien pertenece a Cristo. Nada hace por sí mismo ni para sí mismo, nada hace para ser visto por los hombres ni aplaudido por ellos: sólo obra por Cristo, para Cristo, movido por su Amor y en respuesta a su Amor.
Es el dinamismo de la vida cristiana, que parte siempre de la Gracia: ¡siempre con Cristo! Nuestra existencia es fruto de un encuentro personal y único con Él, un acontecimiento decisivo, y nada ni nadie nos puede separar de su Amor.
Con Él, que siempre nos acompaña; que siempre dirige nuestros pasos; que jamás nos niega su Gracia. ¡Siempre con Él!, rechazando cuanto nos aparte de Él…
“Por Cristo, con Él y en Él…”
En Él, ¡en el Señor! Ya comamos, bebamos, o hagamos cualquier otra cosa, siempre en Él, en el Señor, para Gloria del Padre. Cuanto hacemos, lo hacemos en Cristo, movidos por su Espíritu Santo; con Él y por Él para la Gloria del Padre y para el bien de nuestros hermanos.
Nuestro mundo tiene necesidad de esperanza, estamos viviendo la asfixia de ocultar a Dios de nuestra cultura y la parálisis del pesimismo. Sé profeta de esperanza, grita al mundo la esperanza, pero no una fácil o ilusoria, sino la que nace de la cruz Pascual de Cristo. «Una esperanza sin alegría no es esperanza, no va más allá de un sano optimismo.» «La alegría fortalece la esperanza y la esperanza florece en la alegría”. (Francisco)
Que Dios bendiga a tu familia, a los Formadores del Seminario, especialmente a las comunidades parroquiales de Santa Lucía en donde nació tu vocación, y de Santa Rosa que te acompañó con tanto cariño en esta última etapa.
Demos gracias a Dios y pidamos con insistencia y confianza por el aumento de las vocaciones sacerdotales y consagradas.
Santísima Virgen del Rosario, nuestra Madre y Patrona, te encomiendo el sacerdocio de Julián.
Madre, únenos a Ti en la tierra y llévanos contigo al Cielo.