En su catequesis de la Audiencia General de este miércoles 24 de octubre Francisco destacó la importancia de la formación de los novios antes de recibir el sacramento del matrimonio.
“Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En nuestro itinerario de catequesis sobre los Mandamientos, llegamos hoy a la Sexta Palabra, que concierne a la dimensión emocional y sexual, y dice: «No cometerás adulterio». La llamada inmediata es a la fidelidad, y de hecho, ninguna relación humana es auténtica sin fidelidad y lealtad.
Uno no puede amar solo mientras «conviene». El amor se manifiesta más allá del umbral del propio interés, cuando se da todo sin reservas. Como dice el Catecismo: «El amor quiere ser definitivo. No puede ser «hasta nuevo aviso» (No. 1646). La fidelidad es la característica de una relación humana libre, madura y responsable.
También un amigo demuestra que es auténtico cuando sigue siéndolo en todas las circunstancias; de lo contrario no es un amigo. Cristo revela el amor verdadero, Él, que vive del amor ilimitado del Padre, y en virtud de esto, es el Amigo fiel que nos acoge incluso cuando cometemos errores y siempre quiere nuestro bien, incluso cuando no lo merecemos.
El ser humano necesita ser amado sin condiciones, y quien no recibe esta acogida a menudo se siente incompleto, incluso sin saberlo. El corazón humano trata de llenar este vacío con sucedáneos, aceptando componendas y mediocridades que del amor tienen solo un vago sabor.
El riesgo es llamar «amor» a las relaciones acerbas e inmaduras, con la ilusión de encontrar luz de vida en algo que, en el mejor de los casos, es solo un reflejo de ello.
Sucede entonces que se sobrestima, por ejemplo, la atracción física, que en sí misma es un don de Dios, pero que está orientada a allanar el camino para una relación auténtica y fiel con la persona. Como decía San Juan Pablo II, el ser humano «está llamado a la plena y madura espontaneidad de las relaciones», que «es el fruto gradual del discernimiento de los impulsos del corazón».
Es algo que se conquista, ya que todo ser humano «debe aprender con perseverancia y coherencia cual es el significado del cuerpo» (cf. Catequesis, 12 de noviembre de 1980).
La llamada a la vida conyugal requiere, por lo tanto, un discernimiento cuidadoso sobre la calidad de la relación y un tiempo de noviazgo para verificarla. Para acceder al sacramento del matrimonio, los novios deben madurar la certeza de que en su vínculo está la mano de Dios, que los precede y los acompaña, y les permitirá decir: «Con la gracia de Cristo, prometo serte fiel siempre”.
No pueden prometerse fidelidad «en la alegría y en las penas, en la salud y en la enfermedad», y amarse y honrarse todos los días de sus vidas, solo sobre la base de la buena voluntad o la esperanza de que «la cosa funcione». Necesitan construir sobre el terreno sólido del amor fiel de Dios. Y por eso, antes de recibir el sacramento del matrimonio, hace falta una preparación cuidadosa, diría un catecumenado, porque se juega toda la vida en el amor, y con el amor no se bromea.
No se puede definir como “preparación al matrimonio”, tres o cuatro conferencias dadas en la parroquia; no, eso no es preparación: esa es falsa preparación. Y la responsabilidad de quien lo hace recae sobre él: sobre el párroco, sobre el obispo que tolera estas cosas. La preparación debe ser madura y hace falta tiempo. No es un acto formal; es un Sacramento. Pero hay que prepararlo como un auténtico catecumenado.
La fidelidad es, en efecto, una forma de ser, una forma de vida. Se trabaja con lealtad, se habla con sinceridad, se permanece fiel a la verdad en los propios pensamientos y acciones. Una vida tejida de fidelidad se expresa en todas las dimensiones y conduce a ser hombres y mujeres fieles y confiables en todas las circunstancias.
Pero para llegar a una vida tan hermosa, nuestra naturaleza humana no es suficiente, es necesario que la fidelidad de Dios entre en nuestra existencia, que nos contagie. Esta Sexta Palabra nos llama a dirigir nuestra mirada a Cristo, quien con su fidelidad puede quitarnos un corazón adúltero y darnos un corazón fiel. En él, y solo en él, hay amor sin reservas ni replanteamientos, entrega completa sin paréntesis y tenacidad de la aceptación hasta el final.
De su muerte y resurrección se deriva nuestra fidelidad, de su amor incondicional se deriva la constancia en las relaciones. De la comunión con Él, con el Padre y con el Espíritu Santo se deriva la comunión entre nosotros y la capacidad de vivir con fidelidad nuestros lazos.