Por Jorge Nicolás Lafferriere (*)

En Argentina, al mismo tiempo que el debate sobre el aborto crecía en intensidad y penetraba todos los espacios sociales, se comenzó a gestar una campaña ordenada a reclamar la separación de Iglesia y Estado.

Tomando como bandera el pañuelo naranja, promotores de la campaña afirman que quieren “un Estado laico” (Verónica Llinás). No es sólo una discusión económica, afirman, sino que reclaman porque “la Iglesia influye mucho en las decisiones de los gobernantes”.

Respecto a la cuestión económica, la confusión es grande a nivel mediático. En realidad, el artículo 2 de la Constitución Nacional sostiene que el Gobierno sostiene el culto católico apostólico. Este artículo, más allá de sus distintas explicaciones históricas, hoy se traduce en tres grandes rubros económicos que el Estado transfiere a la Iglesia Católica: asignaciones para los Obispos, para los párrocos de frontera y para los seminaristas.

Ahora bien, que existan estas asignaciones y el texto del mismo artículo 2 de la Constitución, no significa que exista en Argentina una identificación del Estado con la Iglesia. El Estado argentino es laico. Ello no significa que sea ateo. Al contrario, la idea de laicidad reconoce que existe una dimensión religiosa de la persona humana y la sociedad, pero el Estado no asume una confesionalidad determinada. La misma mención a Dios en el preámbulo expresa ese respeto por el hecho religioso, en un país que tiene una inmensa mayoría de personas creyentes.

La prestigiosa constitucionalista María Angélica Gelli explica: “En la invocación a Dios está presente la concepción teísta —ni atea, ni neutra, tampoco confesional — aunque los constituyentes tuvieran, en lo personal, una creencia religiosa. Es la fe en un Dios, único, personal y providencial, fuente de toda razón y justicia el que se invoca al momento de dictar la ley de leyes y que se convierte, así, en fundamento del orden legal pero sin sujeción a ninguna iglesia en particular. Así pues, la Constitución no es indiferente a lo religioso —en su significado de religazón del mundo con Dios— ni agnóstica, pues no suspende el juicio acerca de si Dios existe o no existe, ya que afirma todo lo contrario, aunque, desde luego, ello no implica menoscabo para ninguna ideología religiosa o filosófica desde que los arts. 14 y 19 reconocen la libertad de culto y la libertad de conciencia, respectivamente” (Gelli, María Angélica, “Constitución de la Nación Argentina. Comentada y Concordada”. Tomo I, La Ley, Buenos Aires, 2008, 4ta. ed., p. 5).

No obstante esta realidad, la misma Iglesia informó esta semana luego de la reunión de la Comisión Permanente del Episcopado que “hay un trabajo conjunto entre la Iglesia argentina y la Jefatura de Gabinete, a través de la Secretaría de Culto, para ir buscando nuevas alternativas en el sostenimiento del culto católico”.  “Se está viendo especialmente todo lo que tiene que ver con las asignaciones que reciben los obispos, quienes ya han dado a conocer que se encuentran analizando las alternativas sobre este tema”, sostuvo en declaraciones a Radio María Argentina el Pbro. Máximo Jurcinovic (fuente AICA).

Ahora bien, las pretensiones de la campaña en realidad revelan una mentalidad laicista que quiere recluir lo religioso al ámbito puramente individual y privado, sin ninguna proyección pública. Este laicismo militante pretende discriminar a los católicos, quienes nos veríamos privados de poder opinar e intervenir en debates públicos como el que se desarrolló recientemente sobre el aborto.

Subyace una profunda confusión, además, porque se confunde lo religioso con contenidos morales propios de la ley natural. En efecto, a nadie se le ocurriría, por ejemplo, afirmar que la ley que penaliza el homicidio es un precepto religioso derivado del mandamiento “no matar”. Es que el homicidio ha sido un delito en diferentes culturas y épocas, y el hecho de que exista una coincidencia entre el mandamiento y la ley civil no significa que la ley civil sea necesariamente la expresión de un mandato religioso. Si así fuera, casi todos los delitos tipificados en el Código Penal podrían ser impugnados por su conexión con los diez mandamientos.

El laicismo militante es una ideología que empobrece la convivencia, al excluir la posibilidad del aporte de lo religioso. El laicismo termina imponiendo una visión materialista del hombre y la sociedad, que niega la trascendencia y la apertura al misterio del Creador.

Para iluminar esta realidad, conviene recordar las sabias enseñanzas de Benedicto XVI en su primera encíclica “Deus Caritas est”: “El orden justo de la sociedad y del Estado es una tarea principal de la política. Un Estado que no se rigiera según la justicia se reduciría a una gran banda de ladrones, dijo una vez Agustín: « Remota itaque iustitia quid sunt regna nisi magna latrocinia? ». Es propio de la estructura fundamental del cristianismo la distinción entre lo que es del César y lo que es de Dios (cf. Mt 22, 21), esto es, entre Estado e Iglesia o, como dice el Concilio Vaticano II, el reconocimiento de la autonomía de las realidades temporales. El Estado no puede imponer la religión, pero tiene que garantizar su libertad y la paz entre los seguidores de las diversas religiones; la Iglesia, como expresión social de la fe cristiana, por su parte, tiene su independencia y vive su forma comunitaria basada en la fe, que el Estado debe respetar. Son dos esferas distintas, pero siempre en relación recíproca.

La justicia es el objeto y, por tanto, también la medida intrínseca de toda política. La política es más que una simple técnica para determinar los ordenamientos públicos: su origen y su meta están precisamente en la justicia, y ésta es de naturaleza ética. Así, pues, el Estado se encuentra inevitablemente de hecho ante la cuestión de cómo realizar la justicia aquí y ahora. Pero esta pregunta presupone otra más radical: ¿qué es la justicia? Éste es un problema que concierne a la razón práctica; pero para llevar a cabo rectamente su función, la razón ha de purificarse constantemente, porque su ceguera ética, que deriva de la preponderancia del interés y del poder que la deslumbran, es un peligro que nunca se puede descartar totalmente.

En este punto, política y fe se encuentran. Sin duda, la naturaleza específica de la fe es la relación con el Dios vivo, un encuentro que nos abre nuevos horizontes mucho más allá del ámbito propio de la razón. Pero, al mismo tiempo, es una fuerza purificadora para la razón misma. Al partir de la perspectiva de Dios, la libera de su ceguera y la ayuda así a ser mejor ella misma. La fe permite a la razón desempeñar del mejor modo su cometido y ver más claramente lo que le es propio. En este punto se sitúa la doctrina social católica: no pretende otorgar a la Iglesia un poder sobre el Estado. Tampoco quiere imponer a los que no comparten la fe sus propias perspectivas y modos de comportamiento. Desea simplemente contribuir a la purificación de la razón y aportar su propia ayuda para que lo que es justo, aquí y ahora, pueda ser reconocido y después puesto también en práctica.

La doctrina social de la Iglesia argumenta desde la razón y el derecho natural, es decir, a partir de lo que es conforme a la naturaleza de todo ser humano. Y sabe que no es tarea de la Iglesia el que ella misma haga valer políticamente esta doctrina: quiere servir a la formación de las conciencias en la política y contribuir a que crezca la percepción de las verdaderas exigencias de la justicia y, al mismo tiempo, la disponibilidad para actuar conforme a ella, aun cuando esto estuviera en contraste con situaciones de intereses personales. Esto significa que la construcción de un orden social y estatal justo, mediante el cual se da a cada uno lo que le corresponde, es una tarea fundamental que debe afrontar de nuevo cada generación. Tratándose de un quehacer político, esto no puede ser un cometido inmediato de la Iglesia. Pero, como al mismo tiempo es una tarea humana primaria, la Iglesia tiene el deber de ofrecer, mediante la purificación de la razón y la formación ética, su contribución específica, para que las exigencias de la justicia sean comprensibles y políticamente realizables.

La Iglesia no puede ni debe emprender por cuenta propia la empresa política de realizar la sociedad más justa posible. No puede ni debe sustituir al Estado. Pero tampoco puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia. Debe insertarse en ella a través de la argumentación racional y debe despertar las fuerzas espirituales, sin las cuales la justicia, que siempre exige también renuncias, no puede afirmarse ni prosperar. La sociedad justa no puede ser obra de la Iglesia, sino de la política. No obstante, le interesa sobremanera trabajar por la justicia esforzándose por abrir la inteligencia y la voluntad a las exigencias del bien” (n. 28).

 

(*)Doctor en Ciencias Jurídicas (UCA – 2009)

Abogado (UBA – 1996)

Director de Investigación Jurídica Aplicada de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica Argentina.

Director de la Revista Prudentia Iuris de la Facultad de Derecho.

Docente de Derecho Civil de la UBA. Profesor de Bioderecho de la Maestría en ética biomédica de la UCA.

Director del Centro de Bioética, Persona y Familia.