Homilía del Papa en la Santa Misa con la Bendición de los Palios para los nuevos Arzobispos Metropolitanos, en la Solemnidad de San Pedro y San Pablo, Apóstoles.

 

“Sigue latiendo en millones de rostros la pregunta: ¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro? Confesemos con nuestros labios y con nuestro corazón: «Jesucristo es Señor». Este es nuestro cantus firmus que todos los días estamos invitados a entonar”, lo dijo el Papa Francisco en su homilía en la celebración Eucarística con la Bendición de los Palios para los nuevos Arzobispos Metropolitanos, en la Solemnidad de San Pedro y San Pablo, Apóstoles, el viernes 29 de junio.

 

« ¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?»

Las lecturas de esta fiesta litúrgica, señaló el Papa Francisco, nos permiten tomar contacto con la tradición apostólica más rica y nos ofrecen las llaves del Reino de los cielos. Tradición perenne y siempre nueva que reaviva y refresca la alegría del Evangelio, y nos permite así poder confesar con nuestros labios y con nuestro corazón: «Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2,11). En este sentido, todo el Evangelio – afirmó el Santo Padre – busca responder a la pregunta que anidaba en el corazón del Pueblo de Israel y que tampoco hoy deja de estar en tantos rostros sedientos de vida: « ¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?» (Mt 11,3).

 

Pedro: «Tú eres el Mesías», el Ungido de Dios

Pedro – explicó el Papa Francisco – tomando la palabra en Cesarea de Filipo, le otorga a Jesús el título más grande con el que podía llamarlo: «Tú eres el Mesías», es decir, el Ungido de Dios. “Me gusta saber que fue el Padre quien inspiró esta respuesta a Pedro – precisó el Pontífice – que veía cómo Jesús ungía a su Pueblo. Jesús, el Ungido, que de poblado en poblado, camina con el único deseo de salvar y levantar lo que se consideraba perdido”.

FUENTE: VATICAN NEWS

 

En esa unción, subrayó el Papa, cada pecador, perdedor, enfermo, pagano —allí donde se encontraba— pudo sentirse miembro amado de la familia de Dios. “Con sus gestos, Jesús les decía de modo personal: tú me perteneces. Como Pedro, también nosotros podemos confesar con nuestros labios y con nuestro corazón no solo lo que hemos oído, sino también la realidad tangible de nuestras vidas: hemos sido resucitados, curados, reformados, esperanzados por la unción del Santo”. Por ello, afirmó el Pontífice, todo yugo de esclavitud es destruido a causa de su unción y no nos es lícito perder la alegría y la memoria de sabernos rescatados, esa alegría que nos lleva a confesar «tú eres el Hijo de Dios vivo».

 

El Ungido de Dios lleva el amor y la misericordia del Padre

Y es interesante, indicó el Obispo de Roma, prestar atención a la secuencia del pasaje del Evangelio de Mateo (16,21), en que Pedro confiesa la fe en Jesús. “El Ungido de Dios lleva el amor y la misericordia del Padre hasta sus últimas consecuencias. Tal amor misericordioso supone ir a todos los rincones de la vida para alcanzar a todos, aunque eso le costase el buen nombre, las comodidades, la posición… el martirio”.

 

Ante este anuncio tan inesperado – explicó el Papa Francisco – Pedro reacciona: « ¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte» (Mt 16,22), y se transforma inmediatamente en piedra de tropiezo en el camino del Mesías; y creyendo defender los derechos de Dios, sin darse cuenta se transforma en su enemigo. “Contemplar la vida de Pedro y su confesión, es también aprender a conocer las tentaciones que acompañarán la vida del discípulo. Como Pedro, como Iglesia – subrayó el Pontífice – estaremos siempre tentados por esos ‘secreteos’ del maligno que serán piedra de tropiezo para la misión. Y digo ‘secreteos’ porque el demonio seduce a escondidas, procurando que no se conozca su intención, «se comporta como vano enamorado en querer mantenerse en secreto y no ser descubierto»”.

 

Confesar la fe exige identificar los ‘secreteos’ del maligno

En cambio, participar de la unción de Cristo es participar de su gloria, que es su Cruz – afirmó el Papa Francisco – Gloria y cruz en Jesucristo van de la mano y no pueden separarse; porque cuando se abandona la cruz, aunque nos introduzcamos en el esplendor deslumbrante de la gloria, nos engañaremos, ya que eso no será la gloria de Dios, sino la mofa del “adversario”.

 

No son pocas las veces que sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor – señaló el Papa Francisco – ya que, Jesús toca la miseria humana, invitándonos a estar con él y a tocar la carne sufriente de los demás. “Confesar la fe con nuestros labios y con nuestro corazón exige – como le exigió a Pedro, afirmó el Pontífice – identificar los ‘secreteos’ del maligno. Aprender a discernir y descubrir esos cobertizos personales o comunitarios que nos mantienen a distancia del nudo de la tormenta humana; que nos impiden entrar en contacto con la existencia concreta de los otros y nos privan, en definitiva, de conocer la fuerza revolucionaria de la ternura de Dios”.

 

Contemplar y seguir a Cristo exige abrir el corazón a los demás

Al no separar la gloria de la cruz – subrayó el Santo Padre – Jesús quiere rescatar a sus discípulos, a su Iglesia, de triunfalismos vacíos: vacíos de amor, vacíos de servicio, vacíos de compasión, vacíos de pueblo. “La quiere rescatar de una imaginación sin límites que no sabe poner raíces en la vida del Pueblo fiel o, lo que sería peor, cree que el servicio a su Señor le pide desembarazarse de los caminos polvorientos de la historia”.  Contemplar y seguir a Cristo exige dejar que el corazón se abra al Padre y a todos aquellos con los que él mismo se quiso identificar, y esto con la certeza de saber que no abandona a su pueblo.

 

Queridos hermanos, concluyó el Papa Francisco, sigue latiendo en millones de rostros la pregunta: « ¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?». Confesemos con nuestros labios y con nuestro corazón: «Jesucristo es Señor». “Este es nuestro cantos firmas que todos los días estamos invitados a entonar. Con la sencillez, la certeza y la alegría de saber que «la Iglesia resplandece no con luz propia, sino con la de Cristo”.