HOMILIA DE ORDENACION DIACONAL

Iglesia Catedral Nuestra Señora del Rosario

Paraná, 4 de agosto de 2012

 

Queridos hermanos:

 

Con profunda adoración y acción de gracias queremos disponernos para lo que va a suceder dentro de unos momentos, en esta Iglesia Catedral. Sólo la plena vigencia de la fe nos hará pregustar cuántas bendiciones nos regala Dios en este día, con la ordenación diaconal de Julián y Miguel.

El ministerio, que hoy recibirán estos hermanos nuestros, es un paso hacia el ministerio presbiteral del mañana, pero no es un mero trámite. Tiene su propia identidad, su propia significación. Es una gracia y un carácter sacramental para una misión de origen apostólico. Escuchábamos en la segunda lectura de los Hechos de los Apóstoles, cómo la iniciativa fue de los Doce: “Es preferible, hermanos, que busquen entre ustedes a siete hombres de buena fama, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría” después de orar, les impusieron las manos y ahí, por primera vez, se ordenaron diáconos para colaborar con ellos en la Obra que les había confiado el Maestro.

Hoy por la gracia de Dios y por la efusión del Espíritu Santo se hará nuevamente presente la acción salvífica del Señor.

El servicio que implica el diaconado, se desarrolla en el anuncio de la Palabra, el ministerio del Altar y la atención a los hermanos en las obras de caridad, lo cual supone en los candidatos, una vocación acogida en el corazón, con el fuego de un amor entregado, capaz de cambiar radicalmente sus vidas.

En estos hermanos nuestros, quienes dentro de unos momentos serán ordenados, se da el misterio de Dios que llama, y el no menos grande misterio del hombre que con la gracia responde. “Tú me has seducido Señor; y yo me dejé seducir” (Jr. 20,7).Escuchamos en la primera lectura al profeta Jeremías “Antes de formarte en el vientre materno, Yo te conocía; antes que salieras del vientre, Yo te había consagrado, te había constituido profeta para las naciones”. .. “No temas… porque Yo estoy contigo para librarte”

Gracia y libertad, unidas inseparablemente. “Gratia Deum mecum”, expresaba San Pablo.

El sacramento del orden diaconal, sella para siempre ese amor mutuamente correspondido. Iniciativa de Dios que, como regalo, sembró en sus corazones la semilla de la vocación la cual, a lo largo de estos años, fue creciendo en sus corazones. Ellos dejaron que Dios triunfara y por eso hoy se presentan para decirle al Señor ¡Aquí estoy! Aquí estoy para consagrarme a Tu servicio y al de la Iglesia, Aquí estoy, envíame, ordena. Sólo quiero hacer la Voluntad del Padre para ofrecerme Contigo, por la salvación de mis hermanos.

El Diaconado, que van a recibir Miguel y Julián, es para ellos, la puerta grande del ingreso al sacerdocio, porque el servicio es la actitud fundamental del ministerio y porque conlleva la importancia de ser el compromiso definitivo que decide para siempre su porvenir y les abre el camino a la fecundidad del apostolado. El Evangelio que acabamos de escuchar es suficientemente elocuente. “El que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero que se haga un esclavo; como el Hijo del Hombre, que no vino a ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud” Mt. 20,27. La verdadera grandeza es la de Dios, cuya gloria es servir. Servir. En el Nuevo Testamento, expresa la concreción del amor. La perfección del amor consiste en “ser del otro”, como Dios. La gloria no es servirse del otro, sino servirle, no es poseerlo, sino pertenecerle por amor. La verdadera libertad es ser en el amor “esclavos” los unos de los otros. El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir, está en medio de nosotros como el que sirve; es una de las definiciones más hermosa del Señor.

Hoy, queridos Miguel y Julián, van a asumir, delante de toda la Iglesia, el compromiso largamente madurado del celibato, que significa el total despojo de sí, para ser exclusivamente de Dios, al servicio de la comunidad entera. Corazón indiviso, todo de Dios y así serán libres para dedicarse al servicio del Señor y de los hombres. Es la causa profunda de la disponibilidad de sus vidas y signo elocuente para nuestro mundo que Dios debe ser amado sobre todas las cosas y que debe ser servido en todo y ante todo.

El celibato implica el anonadamiento de nuestro ser, la voluntaria privación de sentimientos y derechos del corazón, creado para compartir la vida en el amor, como nos enseña el libro del Génesis. Y esto sólo es posible porque otro amor más grande: Cristo y su servicio, llenan plenamente la necesidad de amar… Ya sólo interesa la llamada de Dios: servir a los hombres, porque fueron escogidos por Él para imitar al Maestro y dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20,28).

En el mundo de hoy esto no es muy creíble, no se entiende que se pueda renunciar a un amor humano santo y legítimo por un amor superior, ya no se cree en la fidelidad que es lo mismo que no creer en el amor. El amor, por un tiempo, es caricatura del mismo. Bien sé que ustedes concientes de su pequeñez pero confiando en la gracia de Dios, se presentan con la clara determinación de entregarse para siempre al Señor. Que Él confirme esta decisión.

Queridos hijos: comenzarán a ser siervos de Dios, siervos de la comunidad; colaborador del obispo y de los sacerdotes, para que el Pueblo de Dios sea atendido en sus requerimientos espirituales y materiales con el fin de encontrarse con Cristo y Cristo está presente en la Eucaristía, en la Palabra y en los hermanos, especialmente en los necesitados. Por eso servirán a la Palabra en la predicación y en la catequesis, Palabra que se hará sacramento en el Bautismo. Servirán a la Eucaristía que distribuirán a los fieles, El Pan Vivo que da la vida al mundo. Y servirán a los hermanos, en quienes el Señor espera recibir nuestra misericordia. Para ellos fueron elegidos los primeros siete diáconos, como nos relata los Hechos de los Apóstoles. Cuando San Pedro enumera las condiciones para ser elegidos (Hc 6,3) piden que sean elegidos hombres de buena fama, dotados de Espíritu y de prudencia. También Pablo le indica a Timoteo, en su segunda carta, “los diáconos deberán ser hombres honestos, sin dobleces, templados, no codiciosos de vil ganancia; que guarden el misterio de la fe en una conciencia pura”.

Todo un programa de vida para ser imitados por ustedes, armonía humana, colmada por la gracia de Dios. Vida irreprochable, fundada en una paz interior que nace del permanente contacto con Cristo Diácono. Que se vea en ustedes al Maestro, pero más en las obras que en las palabras porque sean capaces de interiorizar el Evangelio, de tal manera que se les constituya en la sola regla del obrar. La fe que no es activa en el amor, no es fe.

Sean discípulos que tengan una profunda experiencia de Dios, en la Palabra y en la Eucaristía; Discípulos-misioneros movidos por la caridad pastoral que los hagan consumir en el servicio.

 

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