Meditación de Monseñor Estanislao E. Karlic, Arzobispo Emérito de Paraná en la Jornada Espiritual
(Aparecida, 14 de mayo de 2007)
El Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según San Mateo termina así: «Los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado. Al verlo, se postraron delante de él; sin embargo, algunos todavía dudaron. Acercándose, Jesús les dijo: «Yo he recibido todo poder en el Cielo y en la tierra. Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo» (Mt 28, 16-20)
A. Jesús nos llama a la santidad
Estas palabras del Señor Resucitado valen hoy para nosotros. El Santuario de la Virgen Aparecida se convierte en la montaña que Jesús ha indicado para que los discípulos suyos que peregrinan en América Latina y el Caribe se reúnan para recibir otra vez su mandato misionero.
Este es un «tiempo oportuno», un «kairós» que el Señor ha determinado para una obra de su gracia para bien de todos nuestros pueblos. Debemos tener conciencia de la cercanía privilegiada de Dios con nosotros en estos días, y de la magnitud de la obra para la que El nos convoca: la Evangelización de nuestros pueblos.
Todo el universo empieza en Dios. «Al principio Dios creó el cielo y la tierra» (Gn 1,1). Y todo empieza en su amor. Dios nos ama primero. «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó… nosotros amemos porque él nos amó primero» – nos dice San Juan ( 1Jn 4,10.19). Porque nos amó, por eso nos eligió y nos congregó. Dios y su amor por nosotros es la primera verdad de nuestra tierra y la primera verdad de esta Asamblea. Existimos porque Dios nos amó y nos eligió en Jesucristo.
Con agradecimiento y humildad hemos de disponernos a escuchar al Señor que nos llama en todo y siempre. Nos llama en la creación y en la historia; en la humanidad de Cristo, en la humanidad de la Iglesia y en la humanidad de todos los hombres; en el esplendor de la Liturgia y en la sencillez de los hechos cotidianos; en su Palabra revelada y en las palabras humanas; en el dolor y en la alegría; en la pobreza y en la riqueza. Nos llama en todo cuanto existe y en todo cuanto acontece, porque toda criatura es lo que es por razón de una palabra creadora de Dios y porque todo acontecimiento de la historia le pertenece en el único designio de su benevolencia. Es Él mismo quien nos llama hoy, en el aquí y ahora de nuestros pueblos. Lo hace por Jesucristo en su plenitud, su Palabra perfecta e insuperable. Dice la Epístola a los Hebreos: «Después de haber hablado antiguamente a nuestros padres por medio de los profetas, en muchas ocasiones y de diversas maneras, ahora, en este tiempo final, Dios nos habló por su Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas y por quien hizo el mundo» ( Hb 1, 1-2).
Dios nos revela por su Hijo el misterio de piedad, su designio de salvación. Dios no tiene otro proyecto que el de nuestra santidad en Cristo, la santidad de todos, de individuos y de pueblos. Dios, que es santo, nos llama a ser santos: «Él nos ha elegido… antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor… para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo» ( Ef 1, 4-5). La santidad es nuestro destino de gracia y de gloria. Para ello Jesucristo dio su vida.
La cuestión del hombre y de los pueblos es una cuestión con Dios. Los dos amores que dividen a los hombres en la historia son el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios y el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo. Esta elección de amor, que se debe hacer en la opción fundamental de la existencia, ha de ser sostenida y confirmada en el ejercicio de la libertad en la vida cotidiana. Cada día el hombre es interpelado para que elija a Dios que lo llama al servicio y no al dominio.
Conscientes de nuestra vocación a la libertad, queremos elegir el amor de Dios y de los hermanos, también de los enemigos y perseguidores, abandonando el odio y construyendo la paz. La conversión es realmente un cambio intelectual y moral hondo, arduo y prolongado, pero posible y debido. Siempre estamos en un combate espiritual porque: «Todo hombre es Adán. Todo hombre es Cristo» (San Agustín). Siempre tenemos que luchar desde nuestra naturaleza humana herida por el pecado. En un clima de esfuerzo y de trabajo, debemos santificamos en estos días, con la verdad de la humildad y la certeza de la esperanza.
En el designio de Dios, Él nos ha amado de tal manera que nos envió a su Hijo para redimirnos con su entrega en la Cruz (cf. Jn 3,16), y hacernos capaces de su mismo amor. Recibiendo su ayuda divina y queriendo empezar la Asamblea con un corazón puro, como en una gran eucaristía, pidamos perdón de nuestros pecados y de los de nuestros pueblos, porque San Pablo nos enseña que los hombres solemos aprisionar la verdad en la injusticia (cf. Ro 1,18). Confesemos la impiedad que abre el camino a las idolatrías del placer, del tener, y del poder, y también al secularismo; pidamos perdón por la avaricia y la injusticia, que provoca la crueldad de la miseria y de la iniquidad; por la lujuria que enceguece multitudes y desordena otras pasiones; por el individualismo egoísta e insolidario que deshace la familia y disuelve la sociedad; por los crímenes del aborto, la violencia y la guerra; por la tiranía del relativismo del conocimiento y de la moral; por los pecados de omisión, silencios y temores injustificados; por la falta de esperanza; en fin, por todos los pecados, que siempre contra el amor.
En una cultura donde tantos hombres se han enamorado de sí mismos porque han creído la mentira del «serán como dioses» (Gn 3,5), debemos confesar con sabiduría diáfana y serena que nada vale en la vida si no nos lleva a Dios. «Nos hiciste para Ti, e inquieto está nuestro corazón, mientras no descanse en Ti».
Estamos aquí porque queremos santificarnos y servir a la santificación de nuestro subcontinente. ¿Tenemos derecho a tan inmenso propósito? ¿Tenemos fuerza para tan grande combate? Por nuestras solas fuerzas, no. Pero por gracia de Dios, sí. Dios es amor y con su amor nos hace capaces de amarlo como Él nos ama (cf. DCE 1). Dijo Jesús a su discípulos: «Éste es mi mandamiento: que se amen unos a otros como yo los he amado» (Jn 15,12). Ésta es la novedad de su don. Tenemos el deber y la fuerza para consagrarnos a tan grande servicio. No nos es lícito elegir ser de menor estatura. Así como el agua debe ser agua y la luz debe ser luz, el hombre debe vivir la dignidad de su destino, de su altísimo destino.
Para nuestra historia santa, como para toda vida de responsabilidad, es necesaria la gracia de Dios y nuestra colaboración. La gracia de Dios es una ayuda que necesitamos absolutamente para caminar hacia nuestra santidad. Nadie existe sin recibir de Dios esta ayuda. Dios ha prometido auxilio a su criatura y Él es bueno y fiel, con la sobreabundancia de la redención. Esto se verifica en la existencia de todos los hombres, lo sepan o no lo sepan.
En el acto bueno Dios dignifica tanto nuestra colaboración que hace que su gracia sea nuestro mérito. Aquellos que hayan ejercido su libertad en la caridad, según la voluntad de Dios, escucharán decir al Señor: «Vengan, benditos de mi Padre, a poseer el Reino que les ha sido preparado desde toda la eternidad. Porque tuve hambre y me dieron de comer… Lo que hicieron con uno de estos pequeños, conmigo lo hicieron» ( Mt 25,35.40). El encuentro de Dios que obra la salvación en el hombre es un misterio, que nunca se debe explicar oscureciendo alguno de los protagonistas, sino subrayando que la mayor presencia de Dios y de su gracia, da mayor entidad al hombre y a su libertad, porque cuando la historia se hace más de Dios, se hace más de los hombres. Así debemos entender la libertad de los hijos de Dios. El combate contra el tentador fue librado primero por el Señor, que salió victorioso. Ahora el combate es nuestro y tiene en esta asamblea un momento privilegiado para una gran victoria. ¿Quién nos conducirá? «¿A quién iremos, Señor, si sólo Tú tienes palabras de vida eterna?» ( Jn 6,68). Venimos a Ti, Jesús. Queremos escuchar tus palabras. Nosotros y nuestros pueblos queremos ser tus discípulos y tus misioneros. Queremos recibir tu Espíritu.
B. Discípulos de Cristo
Es el Señor quien elige y llama a los discípulos, no por sus cualidades personales, ni siquiera las morales. Es la gratuidad de su elección la razón de nuestra presencia aquí. Ser discípulo es un don de Dios, que consiste no sólo en aceptar una doctrina, sino en adherir a la Persona de Jesús, e incorporarse por Él a la obediencia filial al Padre y a la docilidad al Espíritu Santo (cf. Heb 5,8-10), porque en la revelación, «Dios invisible, movido por el amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía» (Dei Verbum, 2).
La Palabra revelada por Dios, no es acogida con la fuerza de la evidencia de la luz natural de la inteligencia sino con la firmeza propia de la fe, de la confianza sobrenatural en Dios bueno y veraz que nos habla como amigo, abriéndonos la intimidad de su designio. La Fe es la verdad del misterio divino compartida en el amor: el amor de quien revela, el Señor, y el amor de quien le cree, el discípulo. La obediencia de la fe, raíz de la salvación, es un acontecimiento de la nueva creación. No es resultado de ninguna cultura humana. El Señor quiere continuar su obra por nosotros. Necesitamos ofrecernos todos los miembros de la Iglesia como sus signos e instrumentos. Unos para otros, y todos nosotros para todos los hombres que comparten nuestra historia. Que seamos uno en la fe y en el amor, para que el mundo crea. Empecemos a dar testimonio en estos días.
El discípulo cree porque fue seducido por la Pascua de Jesucristo, por su entrega de amor en la Cruz. El acto de fe es este encuentro de libertades y de amores, una libertad seductora por su amor, la de Cristo; otra seducida por ser amada, la del discípulo. Así se origina el injerto del bautizado en la cepa que es Cristo y su incorporación a la Iglesia.
La libertad de la fe, como toda auténtica libertad, debe ser vivida con la dignidad de un hombre que tiene sed de Dios y lo busca con todo el corazón. Por eso, debe ser sostenida y defendida frente a todas las tiranías, cualquiera sea su origen y su forma.
«Fijemos la mirada en el iniciador y consumador de nuestra fe, en Jesús», nos exhorta la Epístola a Los Hebreos (12,2). Jesucristo, luz del mundo (Jn 9,5), revela el designio de salvación por todo lo que hace y lo que dice (cfr. Dei Verbum 2). Hemos de contemplar y escuchar al Señor que, con oportunidad de esta Asamblea, se nos presenta y nos habla con particular solemnidad. Él es el Hijo de Dios, verdadero Dios y verdadero hombre, luz de la vida para América y el mundo. Queremos aprender de su humanidad escondida en la anunciación a María en Nazaret, manifestada en Belén, actuando en Galilea, en Samaría y en Judea, lavando los pies de los apóstoles en el Cenáculo, instituyendo la Eucaristía, muriendo en el Gólgota y resucitando en el sepulcro. Queremos escuchar las Bienaventuranzas, el Padrenuestro, las últimas palabras en la Cruz. Queremos saber siempre más de su tesoro insondable. Porque Él es nuestra identidad. En la sabiduría de la Iglesia sabemos que «el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado» ( GS 22).
Hemos de vivir apasionados por la verdad, por toda verdad, porque en toda verdad está llegando el misterio de Dios, Padre de las luces, y el Verbo, Jesucristo, que es la Verdad. El pecado entró en el mundo por la mentira. El diablo es el padre de la mentira, y así, el padre de los pecados de los hombres. Tener pasión por la verdad es propio de los hijos de la luz, y manifestación de la sed de la vida. En cambio, la indiferencia por ella y el relativismo del conocimiento entrañan la renuncia a la sabiduría, que debe dirigir los pasos del el hombre, ser inteligente y libre. El hombre está llamado a caminar en la luz de la verdad, a buscarla siempre como su enamorado y mendigo, aunque en el tiempo nunca la encuentre en plenitud.
Jesucristo es la Verdad (Jn 14,6). En Él, Dios Padre nos abre al misterio de Dios Uno y Trino, y de su designio, y nos explica quiénes somos los hombres y adónde vamos. Por Cristo aprendemos que somos imagen de Dios, llamados a ser hijos en el Hijo y amados por Dios por nosotros mismos (cf. GS 24). Entendemos que la familia es el santuario del amor y de la vida. Sabemos que la comunidad humana está destinada a la fraternidad, se debe construir cada día y debe durar para siempre. La razón de pertenencia de cada persona a la familia humana universal radica en su dignidad de hijo de Dios y hermano de los hombres.
Conocemos así que el encuentro de los hombres no se debe regular por las normas del egoísmo, para que cada uno procure su propio provecho reclamando exclusivamente sus derechos, sino por la ley del amor para que descubramos en el otro un don de Dios y un destinatario de nuestro servicio, cuyos derechos debemos defender como si fuesen propios. En la fe debemos descubrir a Cristo en el rostro de todos, particularmente de su hermanos más pequeños (cf. Mt 25,31-46).
Además por la fe sabemos que el universo creado es una casa común, obra de Dios Padre, regalada a todos los hombres de todos los tiempos, a quienes les entregó como título de propiedad inajenable y como título de responsabilidad irrenunciable su propia naturaleza de hombre, imagen de Dios, hijo suyo, hermano de todos los hombres y junto con ellos, administrador del cosmos. En fin, por la fe sabemos que el tiempo, por la gracia de Jesucristo, es camino de la eternidad, a la que vamos acercándonos en cada instante y vamos llegando en cada muerte.
¡Cuánta sabiduría nos regala Dios en su Hijo, Camino, Verdad y Vida! Esta sabiduría es plena cuando se vive la fe, que reclama para su perfección la esperanza y la caridad. Aceptemos agradecidos el don de ser discípulos y vivamos «haciendo la verdad en el amor» ( Ef 4,14).
El misterio de Jesús no estrecha el horizonte sino que ilumina el destino de todos los hombres en el Plan de Dios. Esto es sostener con claridad la última razón de la dignidad y la igualdad de todos los hombres. La verdadera estatura de todo hombre no es simplemente la del viejo Adán, sino la del nuevo Adán, la de Jesucristo, el Hombre Nuevo.
A Él debemos seguir. Él es el Camino, en su estilo, el de la Cruz: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8, 34-35).
El discipulado lleva a estar siempre dispuesto a entregar la vida por el Señor, como los mártires. Siempre la Iglesia ha tenido mártires y hoy también los tiene. La Iglesia sufre persecuciones que requieren despojos y humillaciones que constituyen un verdadero martirio: la burla y la banalización, la indiferencia y el silencio, la calumnia y el abuso de poder.
Sólo en la verdad de este espíritu martirial, vivido con sencillez y acción de gracias, sostenidos por la oración y los sacramentos, podemos sentirnos discípulos plenos de Cristo y experimentar que nos incorporamos en su obra salvadora. El cristiano es esencialmente pascual. Así viven los santos. Esto nos pide el Señor cuando nos llama para ser sus discípulos. «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando» ( Jn 15,13-14).
Para vivir la vida nueva de la gracia y empezar el Reino de la Vida que prepara los cielos nuevos y la tierra nueva, el Señor nos ha dado como alimento del camino la Eucaristía, sacramento de su amor, de su sacrificio, de su muerte y su resurrección. Es el Señor hecho pan y hecho vino el que nos da la fuerza para vivir como Él, para que participemos de su «amor hasta el fin», para incorporarnos al dinamismo de su amor oblativo, nos enseñaba Benedicto XVI (Cf. Sacramentum caritatis 11). Un gran pastor de nuestra América, poco antes de morir, me decía: «No nacemos para morir. Nacemos para entregarnos a Dios». El que así vive -así vivió él- tiene en la muerte el último acto de su vida, el último acto de su amor.
La oración, que acompañó a Jesús sobre todo en sus momentos culminantes, debería distinguir a los miembros de la Conferencia para que la cercanía del Señor sea profundamente experimentada y éstos sean días de tierna intimidad con Él. Los cristianos eran reconocidos en el mundo pagano como comunidad orante. La Conferencia de Aparecida debería ser señalada por lo mismo. En la oración encontrará sabiduría y discernimiento, espíritu de diálogo serio y fraterno, capacidad de comunicación entre todos, porque Dios se aproxima a todos para reunimos y no está tejos de nadie sino sólo de aquel que lo rechaza.
C. Misioneros de Cristo
A quienes les había revelado la voluntad del Padre, les transmite la potestad y les impone el deber de anunciar el Evangelio. «Yo he recibido todo poder… hagan discípulos… bautizándolos… y enseñándoles…» El amor de Cristo al Padre y a todos los hombres debe pasar al corazón de los discípulos para comunicar ese amor, que es la misión del Señor.
Quien ha conocido al Señor, y su designio de misericordia, experimenta el deber maravilloso de compartir los dones de la creación y de la gracia, y la esperanza de la gloria. El discípulo de Cristo ha comprendido que existir es coexistir, o mejor, es proexistir, es decir, existir para el servicio, para dar, darse, comunicarse. La vida de la persona humana es esencialmente relacional, sólo es auténtica cuando se comunica y vive en comunión. La Comunión de Dios trinitario se refleja en nosotros cuando, por la comunicación con Él y de unos con otros, nos hacemos Cuerpo de Cristo, Pueblo de Dios, Templo del Espíritu.
La misión del discípulo procede del misterio de comunión divino. El discípulo de Cristo es, como Cristo mismo, servidor de la comunión. Vivir la vida nueva es, para el discípulo, vivir la comunión con Cristo por la fuerza del Espíritu que lo conduce a anunciar la redención. Es ofrecerse el discípulo como víctima junto a Jesús para la conversión y la salvación de los hombres, para su participación en el Misterio trinitario.
Queremos hacer el don de Dios a todos los hombres de nuestra tierra. Porque, como dijo nuestro Sumo Pontífice, «quien no da a Dios, da demasiado poco». Y si queremos dar a Dios, infinito en su ser y su verdad, en su bondad y su belleza, ¿cómo no hemos de querer darnos a nosotros mismos? Y dándonos a nosotros mismos, ¿cómo no hemos de querer compartir los otros bienes?
Si no compartimos los bienes creados, materiales y espirituales, trabajándolos juntos y participando de ellos en solidaridad, no estamos amando a Dios. «El que no practica la justicia no es de Dios, ni tampoco el que no ama a su hermano», dice San Juan ( 1 Jn 3,10). Pero también es cierto que si no damos a Dios, aunque demos otros bienes, no estamos pagando la deuda de amor entre nosotros: nuestra deuda es Dios. No nos debemos sólo la fraternidad, sólo la justicia social. Nuestra primera deuda es Dios.
Todo es deuda real y todo es deuda con Dios. Somos obreros contratados para esta obra maravillosa. Dios es quien nos ha llamado. No tengamos miedo. Tengamos confianza en el Señor que ya ha vencido. Si nos dejamos ganar por Él, si nos dejamos inundar por su Espíritu, podremos decir ante nuestros deberes, aun los más difíciles, lo que dijo Jesús en la Ultima Cena: «He deseado ardientemente comer esta Pascua con ustedes antes de mi pasión» ( Lc 22,15). Y al cumplirlos, podremos recordar siempre a San Pablo que nos alienta: «Como dice la Escritura: ‘Por tu causa somos entregados continuamente a la muerte y se nos considera como a ovejas destinadas al matadero’. Pero en todo esto obtenemos una espléndida victoria, gracias a Aquel que nos amó» ( Rom 8, 36-37).
Creamos: la redención actúa hoy. La Pascua de Cristo está en la eternidad dominando los siglos, brindándose con la plenitud de su gracia a todos los hombres y pueblos de América Latina y El Caribe. Hoy podemos convertirnos, santificarnos y servir a la santidad de los demás. Hoy podemos amar porque hoy somos amados por el amor redentor. Hoy podemos servir a la conversión de los hermanos. Cada instante es capaz de Cristo pascual. El instante de cada persona y de cada pueblo existe para que Cristo acceda al corazón y a la libertad de cada uno. Hoy, «el Hijo de Dios, por su Encarnación, se ha unido en cierto modo con todos los hombres (GS 22).
No nos debemos extrañar si no obtenemos frutos pastorales cuando no tenemos interiormente semejanza real con el Buen Pastor, que da la vida por sus ovejas. Siempre, siempre, la verdad y la gracia son vida que nos llega de Jesús, a cuyo servicio está siempre la Iglesia. Ella reclama de sus miembros y de sus ministros, la identificación creciente con el Redentor. Toda la acción de la Iglesia no es sino ser signo e instrumento del misterio del Señor, ser su transparencia eficaz para irradiar la verdad y la vida de su belleza.
La V Conferencia tiene como horizonte inmediato la evangelización y santificación de nuestro continente. Estamos jugando aquí la historia santa, la nuestra y la de los demás hermanos de nuestra América. Estamos escribiendo la historia en este momento que no vuelve. La historia es escrita por la libertad de Dios y la de los hombres. Los condicionamientos del contexto físico o histórico no son causa eficiente del acto libre. Son condiciones solamente. Soy yo su autor, somos nosotros quienes elegimos. El hombre se hace o se deshace moralmente desde dentro. No desde fuera. Frente a Dios tenemos que cumplir con el deber de ser en la historia libres y santos. La libertad debe definir al hombre en el amor de Dios y del prójimo, al estilo de Jesús en su Pascua. Libres como el viento, como la juventud inmensa y sana. Libres como el Resucitado. Libres como el Espíritu.
En definitiva, si el hombre se hace padre de sí mismo por sus opciones, los pueblos también deben definirse en su cultura por sus amores. En esta Conferencia no queremos vivir una libertad vacía y errante, sino que queremos elegir conducidos por el Espíritu. «Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» ( Rom 8,14). Queremos elegirnos en el amor de Jesús para donamos en la cultura de la amistad social y la solidaridad. Esta fuerza llega a nosotros desde la comunión del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y nos llega aquí y ahora, en la casa de Nuestra Señora Aparecida.
D. La verdad es la esperanza
¿Seremos pueblos más justos y solidarios, capaces de conversión y de perdón, capaces de reconciliación y de paz? ¿Pueblos más creyentes, discípulos de Cristo, fraternos y misioneros, más esperanzados, magnánimos y audaces? ¿Seremos pueblos con más vida en Jesucristo, más santos y peregrinos de la gloria? Dios nos eligió y nos está llamando a su Reino de Vida. Respondamos hoy. La Quinta Conferencia vale por sí misma. Hoy, y en la medida en que vale hoy, vale para mañana. El tiempo es un Adviento. No es algo que pasa. Es Alguien que viene: Jesucristo el Señor.
Dios no responde con ideas. Responde con personas. A la cuestión del hombre, «que el demonio pretendió responder con la promesa mentirosa de «serán como dioses» (Gn 3,5), Dios, en la plenitud de los tiempos, respondió con la verdad plena de su Hijo en la Encarnación redentora.
Hoy, en una cultura en la que se ha proclamado que el hombre ha muerto, la respuesta sigue siendo Jesucristo, que debe llegar y está llegando por las personas de sus discípulos, de sus auténticos discípulos, identificados con Él y sacramentados por Él en su amor hasta el fin. No temamos. No es que en este cambio de época todo lo bueno desaparece sino que sufrimos dolores de parto de un mundo nuevo. Por nuestro servicio misionero queremos que este mundo adveniente se abra a la filiación divina, a la fraternidad humana y al banquete de la creación. Cristo es el manantial vivo de nuestra esperanza (cf. NMI 58). Por Él, con Él y en Él, debemos y queremos ser discípulos y misioneros.
Dice el Señor: «Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13,1). Les lavó los pies y se entregó a sí mismo en la Última Cena. Nosotros, que queremos ser sus fieles discípulos, sabiendo que también este tiempo es un kairós en el que con Cristo hemos de pasar al Padre, debemos amar a nuestros hermanos hasta el fin, lavar sus pies y entregar nuestras vidas a su servicio. Nada menos. Éste es el lenguaje de Jesús Resucitado con sus discípulos misioneros. En este lenguaje vital renueva hoy Jesús su Alianza con nosotros en el Evangelio y en la Eucaristía.
María la primera discípula de su Hijo que creyó y, por eso, lo concibió, nos enseñe a escuchar y creer para anunciar a Jesús, Camino, Verdad y Vida. Que Ella nos enseñe a obedecer a su Hijo, que nos repite: «Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos» ( Mt 28,19).
Nuestra Señora de Guadalupe, Nuestra Señora Aparecida, ruega por nosotros.