CELEBRACIÓN DE LA PALABRA SOBRE EL TEMA DE LA INMIGRACIÓN HOMILÍA DEL PAPA JUAN PABLO II
Aeropuerto de Paraná (Argentina) 9 de abril de 1987

“Nuestros antepasados . . .
reconociendo que eran extranjeros

y peregrinos sobre la tierra . . .

buscaban una patria” (Hb 1, 13-14).

 

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1. Amados hermanos en el Episcopado,
queridísimos hermanos y hermanas:

Nos encontramos, reunidos en esta ciudad de Paraná, en las márgenes del río del mismo nombre, para escuchar la Palabra de Dios y dejarnos interpelar por ella.

Las palabras que acabamos de escuchar, tomadas de la Carta a los Hebreos, se aplican con particular realismo a esta noble nación argentina, un país de inmigración, hospitalario y amigo para los inmigrantes, en el pasado y en el presente.

Es para mí motivo de gran alegría celebrar, junto a vosotros, esta liturgia de oración por los inmigrantes. Saludo a las autoridades, a mis amados hermanos en el Episcopado, en particular al Pastor de esta arquidiócesis, a los sacerdotes, religiosas y religiosos, y a todos los demás fieles que, con su presencia o a través de los medios de comunicación, desean unirse a nosotros para “dar gracias al Señor porque es bueno . . . y aclamarlo en la asamblea del pueblo” (Sal 107 [106], 1-2).

La Argentina de hoy, se puede dar, es un país hecho, en buena medida, por inmigrantes; por hombres y mujeres que han venido a “habitar en el suelo argentino” como reza el preámbulo de vuestra Constitución. Vuestra nación ha sabido acoger a los que venían, y éstos, a su vez, han encontrado una nueva patria a la que han aportado la herencia de sus lugares de origen.

Ante esta gozosa realidad, vienen a mis labios las palabras del Salmo:

“Dad gracias al Señor, porque es bueno, / porque es eterno su amor. / Que lo digan los redimidos del Señor … / los que ha reunido de entre los países, / de oriente y de poniente, del norte y del mediodía … / El los libró de sus angustias, / los condujo por camino recto / hasta llegar a una ciudad habitable” (Ibíd., 1-3. 6-7).

2. Se ha proclamado hoy el Evangelio de la huida de la Sagrada Familia a Egipto y de su posterior retorno a Israel. «Un Ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, toma al Niño y a su Madre, huye a Egipto y permanece allí hasta que yo te avise”… cuando murió Herodes, el Ángel del Señor se apareció en sueños a José, que estaba en Egipto y le dijo: “Levántate, toma al Niño y a su Madre, y regresa a la tierra de Israel”» (Mt 2, 13. 19.20).

El Señor, que por su gran misericordia se hizo semejante en todo a sus hermanos los hombres, menos en el pecado (cf. Hb 2, 17), quiso también asumir, con su Madre Santísima y San José, esa condición de emigrante, ya al principio de su camino en este mundo. Poco después de su nacimiento en Belén, la Sagrada Familia se vio obligada a emprender la vía del exilio. Quizá nos parece que la distancia a Egipto no es demasiado considerable; sin embargo, lo improvisado de la huida, la travesía del desierto con los precarios medios disponibles, y el encuentro con una cultura distinta, ponen de relieve suficientemente hasta qué punto Jesús ha querido compartir esta realidad, que no pocas veces acompaña la vida del hombre.

¡Cuántos emigrantes de hoy y de siempre, pueden ver reflejada su situación en la de Jesús, que debe alejarse de su país para poder sobrevivir! De todos modos, lo que debemos considerar en esta etapa de la vida de Cristo es, sobre todo, el significado que tuvo en el designio salvífico del Padre. Esa huida y permanencia en Egipto durante algún tiempo, contribuyeron a que el Sacrificio de Cristo tuviera lugar a su hora (cf. Jn 13, 1), y en Jerusalén (cf. Mt 20, 17-19). De modo análogo, toda situación de emigración se halla íntimamente vinculada a los planes de Dios. He ahí, pues, la perspectiva más profunda en que ha de considerarse el fenómeno de la emigración.

3. Los emigrantes venían aquí sobre todo a buscar trabajo, cuando éste escaseaba ya en su tierra de origen. Con la voluntad de trabajar y de contribuir al bien común del país que los recibía generosamente, traían también consigo todo el bagaje histórico, cultural, religioso de sus respectivos países. Para la Argentina hispana de entonces, las corrientes migratorias posteriores de la misma España, de Italia, Alemania, Francia, Suiza, Polonia, Ucrania, Yugoslavia, Armenia, el Líbano, Siria, Turquía y de las comunidades hebreas del Este y Centro de Europa, han sido no sólo una fuente de riqueza, económica y cultural, sino también el componente básico de la población actual.

Muchos de estos inmigrantes han traído consigo, junto con su pobreza, la gran riqueza de la fe católica; otros muchos, han encontrado ese gran tesoro en vuestro país. Quisiera recordar ahora, en esta novena de años que prepara ya de cerca la celebración del V centenario de la evangelización de América, la importancia que en esta evangelización han tenido muchos de los inmigrantes europeos llegados, incluso recientemente, a estas tierras: han aportado una fe sincera y una viva conciencia de su pertenencia a la Iglesia católica, y también su propio tesoro de devociones populares. Ellos han fijado definitivamente la actual fisonomía religiosa de este país –y de tantos otros países hermanos–, en admirable simbiosis con las tradiciones locales.

Otros inmigrantes han venido también, trayendo sus propias tradiciones religiosas. Pienso en primer lugar, en los pertenecientes a las diversas confesiones cristianas de Oriente y de Occidente. También quisiera recordar, especialmente en esta provincia de Entre Ríos, a la inmigración hebrea, tan apreciable en sus aportes culturales.

Si las corrientes migratorias desde Europa ya no tienen la amplitud de otros tiempos, nuevos desplazamientos, de países vecinos esta vez, han venido a reemplazarlas. Ahora son oriundos de regiones limítrofes los que vienen a “habitar este suelo”.

No quisiera olvidar tampoco el fenómeno de las migraciones internas. En Argentina, como en todos los países, hay regiones más o menos favorecidas, y está también la atracción, que es a menudo solamente espejismo, de los grandes centros urbanos.

No obstante tanta diversidad de procedencias, culturas y religiones, es muy honroso comprobar que en la Argentina no se han dado las divisiones o los conflictos raciales o religiosos.

También por esto, proclamamos: “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterno su amor” (Sal 107 [106], 1). Agradeced a Dios y al país argentino, la generosidad y apertura que manifestó en vuestros padres, comportándoos del mismo modo con vuestros hermanos menos favorecidos.
4. Un país abierto a la inmigración es un país hospitalario y generosos que se mantiene siempre joven porque, sin perder su identidad, es capaz de renovarse al acoger sucesivas migraciones: esa renovación en la tradición es precisamente señal de vigor, de lozanía y de un futuro prometedor. La Argentina no ha sido así solamente en el pasado: lo es todavía, y siempre lo debe ser.

Muy en contraste con estos sentimientos, tan en consonancia con el espíritu cristiano, y a pesar de los muchos signos positivos que se vislumbran por todas partes, en algunos lugares aún se nota la persistencia de un prejuicio ante el inmigrante, de miedo a que el hombre venido de fuera –aunque admitido para determinados tipos de prestaciones laborales–, acabe por introducir un desequilibrio en la sociedad que lo recibe; y esto se traduce, de modo más o menos consciente, en actitudes de falta de afecto o, incluso, de hostilidad. Os dais cuenta de que ese miedo y ese prejuicio no tienen otro fundamento que el propio egoísmo.

Por eso, se hace particularmente importante que fomentéis aún más el espíritu evangélico de caridad y de acogida hacia todos. Os recuerdo las palabras de la Epístola a los Hebreos: “Perseverad en el amor fraterno. No olvidéis la hospitalidad, ya que gracias a ella, algunos, sin saberlo, hospedaron a los ángeles” (Hb 12, 12). Existe un arte y un sentido de la hospitalidad que es imposible codificar en normas y leyes, pero que debe estar escrito en cada corazón cristiano. El corazón de los argentinos no debe cambiar: si antes acogíais emigrantes del Viejo Mundo, recibid ahora, como ya lo hacéis, a vuestros vecinos menos favorecidos, para que encuentren aquí un hogar, al igual que vuestros antepasados lo encontraron en estas riberas. No haya en este país, como nunca lo ha habido, ciudadanos de segunda clase: que sea una tierra abierta a todos los hombres de buena voluntad.

Debéis procurar que los inmigrantes arraiguen vitalmente en la nación que los recibe, en la comunidad eclesial que como hermanos los acoge. Esto supone conjugar, con extrema delicadeza, la valoración del patrimonio espiritual que los inmigrantes traen consigo, con el fomento de su integración en el ambiente al que llegan. Esa solícita actitud evita tensiones y conflictos, y facilita el mutuo enriquecimiento humano y espiritual.

5. Queridos inmigrantes católicos, debéis sentiros –porque lo sois– miembros vivos de la Iglesia, no sólo receptores de ayuda material y espiritual, sino también verdaderos promotores de la evangelización. Dios os ha bendecido con una nueva patria, pero sobre todo os ha bendecido con la fe cristiana, “garantía de los bienes que se esperan, plena certeza de las realidades que no se ven” (Hb 11, 1). Debéis extender esa fe como levadura evangélica en la patria que os ha acogido. No os atrincheréis en vuestra situación, quizá precaria: Dios quiere que seáis colaboradores en la tarea de santificación del hombre y de todas las realidades humanas.

La vocación cristiana, sea cual vuestra peculiar situación, es, por su propia naturaleza, vocación al apostolado (cf. Apostolicam Actuositatem, 2); la gran misión que hemos recibido en el bautismo es dar testimonio de la nueva vida recibida; no cabe la actitud de permanecer pasivos. La extensión del reino de Dios no es sólo tarea de obispos, sacerdotes y religiosos, porque todos –según vuestras peculiares circunstancias– tenéis el mandato concreto de dar testimonio de vida y de anunciar a Cristo. Vuestra conducta debe ser tal que los demás puedan decir al veros: éste es cristiano, porque no es signo de división, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque sabe sobreponerse a los bajos instintos, porque es trabajador y sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama, porque reza.

Hemos oído al salmista:

“Sembraron campos y plantaron viñas, / que produjeron frutos en las cosechas; / El los bendijo y se multiplicaron” (Sal 107 [106], 37-38)

Tratemos de aplicarnos espiritualmente este pasaje: el que no labra los campos de Dios, el que no es fiel a la misión divina de dar a conocer a Cristo, difícilmente recibirá la bendición del Señor, y no podrá llegar él misma a la patria definitiva. El Papa quiere animaros –y dentro de unos momentos lo pediremos a Dios en la oración de los fieles– a que os comprometáis en una nueva evangelización que transcienda las fronteras y se realice en la Argentina y desde la Argentina.

6. El fenómeno de la migración es tan antiguo como el hombre; quizá deba verse en él un signo donde se vislumbra que nuestra vida en este mundo es un camino hacia la morada eterna. Nuestros padres en la fe reconocieron “que eran extranjeros y peregrinos en la tierra” (Hb 11, 3). Los cuarenta años de marcha por el desierto del pueblo elegido, debe considerarse como don de Dios y parte de su pedagogía, para que quedara por siempre grabado en sus vidas “que no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la venidera” (Ibíd., 13, 14). Y San Pedro nos recuerda que somos “forasteros y peregrinos” (1P 2, 11) dondequiera que nos hallemos, para así poner la esperanza en Dios y no en las cosas de esta tierra, para que nuestro deseo esté siempre pendiente de los deseos del Señor.

Esto no significa que debáis despreciar el mundo, o desentenderos de las actividades terrenas, o que no debáis amar la patria donde vuestros padres o vosotros habéis encontrado arraigo. Sino que el Señor os llama insistentemente a mirar más allá, hacia el destino definitivo de vuestras vidas, y de la vida de la Iglesia: “la casa del Padre” (Jn 14, 2). Debemos permanecer en constante vigilancia, puesto que “no tenemos aquí ciudad permanente” y no sabemos el día ni la hora (cf Mt 25, 13) en que seremos llamados a la “ciudad venidera ”.

La Iglesia de Cristo en este mundo es una Iglesia peregrina, una Iglesia en camino hacia la eternidad. Si vivimos, arraigados en el país donde nos encontramos y preocupados por su bien, y a la vez, siempre conscientes de nuestro destino eterno, realizaremos nuestro peregrinar desde esta patria hasta la tierra prometida, y se cumplirán las palabras del salmo:

El Señor “convirtió el desierto en un lago, / y la tierra reseca en un oasis: / allí puso a los hambrientos, / y ellos fundaron una ciudad habitable” (Sal 107 [106], 25-36.

¡La Ciudad permanente! ¡La Jerusalén celestial! Amén.