Meditación Karlic 14/5/07

Meditación de Monseñor Estanislao E. Karlic, Arzobispo Emérito de Paraná en la Jornada Espiritual

(Aparecida, 14 de mayo de 2007)

El Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según San Mateo termina así: «Los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado. Al verlo, se postraron delante de él; sin embargo, algunos todavía dudaron. Acercándose, Jesús les dijo: «Yo he recibido todo poder en el Cielo y en la tierra. Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo» (Mt 28, 16-20)

A. Jesús nos llama a la santidad

Estas palabras del Señor Resucitado valen hoy para nosotros. El Santuario de la Virgen Aparecida se convierte en la montaña que Jesús ha indicado para que los discípulos suyos que peregrinan en América Latina y el Caribe se reúnan para recibir otra vez su mandato misionero.

Este es un «tiempo oportuno», un «kairós» que el Señor ha determinado para una obra de su gracia para bien de todos nuestros pueblos. Debemos tener conciencia de la cercanía privilegiada de Dios con nosotros en estos días, y de la magnitud de la obra para la que El nos convoca: la Evangelización de nuestros pueblos.

Todo el universo empieza en Dios. «Al principio Dios creó el cielo y la tierra» (Gn 1,1). Y todo empieza en su amor. Dios nos ama primero. «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó… nosotros amemos porque él nos amó primero» – nos dice San Juan ( 1Jn 4,10.19). Porque nos amó, por eso nos eligió y nos congregó. Dios y su amor por nosotros es la primera verdad de nuestra tierra y la primera verdad de esta Asamblea. Existimos porque Dios nos amó y nos eligió en Jesucristo.

Con agradecimiento y humildad hemos de disponernos a escuchar al Señor que nos llama en todo y siempre. Nos llama en la creación y en la historia; en la humanidad de Cristo, en la humanidad de la Iglesia y en la humanidad de todos los hombres; en el esplendor de la Liturgia y en la sencillez de los hechos cotidianos; en su Palabra revelada y en las palabras humanas; en el dolor y en la alegría; en la pobreza y en la riqueza. Nos llama en todo cuanto existe y en todo cuanto acontece, porque toda criatura es lo que es por razón de una palabra creadora de Dios y porque todo acontecimiento de la historia le pertenece en el único designio de su benevolencia. Es Él mismo quien nos llama hoy, en el aquí y ahora de nuestros pueblos. Lo hace por Jesucristo en su plenitud, su Palabra perfecta e insuperable. Dice la Epístola a los Hebreos: «Después de haber hablado antiguamente a nuestros padres por medio de los profetas, en muchas ocasiones y de diversas maneras, ahora, en este tiempo final, Dios nos habló por su Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas y por quien hizo el mundo» ( Hb 1, 1-2).

Dios nos revela por su Hijo el misterio de piedad, su designio de salvación. Dios no tiene otro proyecto que el de nuestra santidad en Cristo, la santidad de todos, de individuos y de pueblos. Dios, que es santo, nos llama a ser santos: «Él nos ha elegido… antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor… para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo» ( Ef 1, 4-5). La santidad es nuestro destino de gracia y de gloria. Para ello Jesucristo dio su vida.

La cuestión del hombre y de los pueblos es una cuestión con Dios. Los dos amores que dividen a los hombres en la historia son el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios y el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo. Esta elección de amor, que se debe hacer en la opción fundamental de la existencia, ha de ser sostenida y confirmada en el ejercicio de la libertad en la vida cotidiana. Cada día el hombre es interpelado para que elija a Dios que lo llama al servicio y no al dominio.

Conscientes de nuestra vocación a la libertad, queremos elegir el amor de Dios y de los hermanos, también de los enemigos y perseguidores, abandonando el odio y construyendo la paz. La conversión es realmente un cambio intelectual y moral hondo, arduo y prolongado, pero posible y debido. Siempre estamos en un combate espiritual porque: «Todo hombre es Adán. Todo hombre es Cristo» (San Agustín). Siempre tenemos que luchar desde nuestra naturaleza humana herida por el pecado. En un clima de esfuerzo y de trabajo, debemos santificamos en estos días, con la verdad de la humildad y la certeza de la esperanza.

En el designio de Dios, Él nos ha amado de tal manera que nos envió a su Hijo para redimirnos con su entrega en la Cruz (cf. Jn 3,16), y hacernos capaces de su mismo amor. Recibiendo su ayuda divina y queriendo empezar la Asamblea con un corazón puro, como en una gran eucaristía, pidamos perdón de nuestros pecados y de los de nuestros pueblos, porque San Pablo nos enseña que los hombres solemos aprisionar la verdad en la injusticia (cf. Ro 1,18). Confesemos la impiedad que abre el camino a las idolatrías del placer, del tener, y del poder, y también al secularismo; pidamos perdón por la avaricia y la injusticia, que provoca la crueldad de la miseria y de la iniquidad; por la lujuria que enceguece multitudes y desordena otras pasiones; por el individualismo egoísta e insolidario que deshace la familia y disuelve la sociedad; por los crímenes del aborto, la violencia y la guerra; por la tiranía del relativismo del conocimiento y de la moral; por los pecados de omisión, silencios y temores injustificados; por la falta de esperanza; en fin, por todos los pecados, que siempre contra el amor.

En una cultura donde tantos hombres se han enamorado de sí mismos porque han creído la mentira del «serán como dioses» (Gn 3,5), debemos confesar con sabiduría diáfana y serena que nada vale en la vida si no nos lleva a Dios. «Nos hiciste para Ti, e inquieto está nuestro corazón, mientras no descanse en Ti».

Estamos aquí porque queremos santificarnos y servir a la santificación de nuestro subcontinente. ¿Tenemos derecho a tan inmenso propósito? ¿Tenemos fuerza para tan grande combate? Por nuestras solas fuerzas, no. Pero por gracia de Dios, sí. Dios es amor y con su amor nos hace capaces de amarlo como Él nos ama (cf. DCE 1). Dijo Jesús a su discípulos: «Éste es mi mandamiento: que se amen unos a otros como yo los he amado» (Jn 15,12). Ésta es la novedad de su don. Tenemos el deber y la fuerza para consagrarnos a tan grande servicio. No nos es lícito elegir ser de menor estatura. Así como el agua debe ser agua y la luz debe ser luz, el hombre debe vivir la dignidad de su destino, de su altísimo destino.

Para nuestra historia santa, como para toda vida de responsabilidad, es necesaria la gracia de Dios y nuestra colaboración. La gracia de Dios es una ayuda que necesitamos absolutamente para caminar hacia nuestra santidad. Nadie existe sin recibir de Dios esta ayuda. Dios ha prometido auxilio a su criatura y Él es bueno y fiel, con la sobreabundancia de la redención. Esto se verifica en la existencia de todos los hombres, lo sepan o no lo sepan.

En el acto bueno Dios dignifica tanto nuestra colaboración que hace que su gracia sea nuestro mérito. Aquellos que hayan ejercido su libertad en la caridad, según la voluntad de Dios, escucharán decir al Señor: «Vengan, benditos de mi Padre, a poseer el Reino que les ha sido preparado desde toda la eternidad. Porque tuve hambre y me dieron de comer… Lo que hicieron con uno de estos pequeños, conmigo lo hicieron» ( Mt 25,35.40). El encuentro de Dios que obra la salvación en el hombre es un misterio, que nunca se debe explicar oscureciendo alguno de los protagonistas, sino subrayando que la mayor presencia de Dios y de su gracia, da mayor entidad al hombre y a su libertad, porque cuando la historia se hace más de Dios, se hace más de los hombres. Así debemos entender la libertad de los hijos de Dios. El combate contra el tentador fue librado primero por el Señor, que salió victorioso. Ahora el combate es nuestro y tiene en esta asamblea un momento privilegiado para una gran victoria. ¿Quién nos conducirá? «¿A quién iremos, Señor, si sólo Tú tienes palabras de vida eterna?» ( Jn 6,68). Venimos a Ti, Jesús. Queremos escuchar tus palabras. Nosotros y nuestros pueblos queremos ser tus discípulos y tus misioneros. Queremos recibir tu Espíritu.

B. Discípulos de Cristo

Es el Señor quien elige y llama a los discípulos, no por sus cualidades personales, ni siquiera las morales. Es la gratuidad de su elección la razón de nuestra presencia aquí. Ser discípulo es un don de Dios, que consiste no sólo en aceptar una doctrina, sino en adherir a la Persona de Jesús, e incorporarse por Él a la obediencia filial al Padre y a la docilidad al Espíritu Santo (cf. Heb 5,8-10), porque en la revelación, «Dios invisible, movido por el amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía» (Dei Verbum, 2).

La Palabra revelada por Dios, no es acogida con la fuerza de la evidencia de la luz natural de la inteligencia sino con la firmeza propia de la fe, de la confianza sobrenatural en Dios bueno y veraz que nos habla como amigo, abriéndonos la intimidad de su designio. La Fe es la verdad del misterio divino compartida en el amor: el amor de quien revela, el Señor, y el amor de quien le cree, el discípulo. La obediencia de la fe, raíz de la salvación, es un acontecimiento de la nueva creación. No es resultado de ninguna cultura humana. El Señor quiere continuar su obra por nosotros. Necesitamos ofrecernos todos los miembros de la Iglesia como sus signos e instrumentos. Unos para otros, y todos nosotros para todos los hombres que comparten nuestra historia. Que seamos uno en la fe y en el amor, para que el mundo crea. Empecemos a dar testimonio en estos días.

El discípulo cree porque fue seducido por la Pascua de Jesucristo, por su entrega de amor en la Cruz. El acto de fe es este encuentro de libertades y de amores, una libertad seductora por su amor, la de Cristo; otra seducida por ser amada, la del discípulo. Así se origina el injerto del bautizado en la cepa que es Cristo y su incorporación a la Iglesia.

La libertad de la fe, como toda auténtica libertad, debe ser vivida con la dignidad de un hombre que tiene sed de Dios y lo busca con todo el corazón. Por eso, debe ser sostenida y defendida frente a todas las tiranías, cualquiera sea su origen y su forma.

«Fijemos la mirada en el iniciador y consumador de nuestra fe, en Jesús», nos exhorta la Epístola a Los Hebreos (12,2). Jesucristo, luz del mundo (Jn 9,5), revela el designio de salvación por todo lo que hace y lo que dice (cfr. Dei Verbum 2). Hemos de contemplar y escuchar al Señor que, con oportunidad de esta Asamblea, se nos presenta y nos habla con particular solemnidad. Él es el Hijo de Dios, verdadero Dios y verdadero hombre, luz de la vida para América y el mundo. Queremos aprender de su humanidad escondida en la anunciación a María en Nazaret, manifestada en Belén, actuando en Galilea, en Samaría y en Judea, lavando los pies de los apóstoles en el Cenáculo, instituyendo la Eucaristía, muriendo en el Gólgota y resucitando en el sepulcro. Queremos escuchar las Bienaventuranzas, el Padrenuestro, las últimas palabras en la Cruz. Queremos saber siempre más de su tesoro insondable. Porque Él es nuestra identidad. En la sabiduría de la Iglesia sabemos que «el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado» ( GS 22).

Hemos de vivir apasionados por la verdad, por toda verdad, porque en toda verdad está llegando el misterio de Dios, Padre de las luces, y el Verbo, Jesucristo, que es la Verdad. El pecado entró en el mundo por la mentira. El diablo es el padre de la mentira, y así, el padre de los pecados de los hombres. Tener pasión por la verdad es propio de los hijos de la luz, y manifestación de la sed de la vida. En cambio, la indiferencia por ella y el relativismo del conocimiento entrañan la renuncia a la sabiduría, que debe dirigir los pasos del el hombre, ser inteligente y libre. El hombre está llamado a caminar en la luz de la verdad, a buscarla siempre como su enamorado y mendigo, aunque en el tiempo nunca la encuentre en plenitud.

Jesucristo es la Verdad (Jn 14,6). En Él, Dios Padre nos abre al misterio de Dios Uno y Trino, y de su designio, y nos explica quiénes somos los hombres y adónde vamos. Por Cristo aprendemos que somos imagen de Dios, llamados a ser hijos en el Hijo y amados por Dios por nosotros mismos (cf. GS 24). Entendemos que la familia es el santuario del amor y de la vida. Sabemos que la comunidad humana está destinada a la fraternidad, se debe construir cada día y debe durar para siempre. La razón de pertenencia de cada persona a la familia humana universal radica en su dignidad de hijo de Dios y hermano de los hombres.

Conocemos así que el encuentro de los hombres no se debe regular por las normas del egoísmo, para que cada uno procure su propio provecho reclamando exclusivamente sus derechos, sino por la ley del amor para que descubramos en el otro un don de Dios y un destinatario de nuestro servicio, cuyos derechos debemos defender como si fuesen propios. En la fe debemos descubrir a Cristo en el rostro de todos, particularmente de su hermanos más pequeños (cf. Mt 25,31-46).

Además por la fe sabemos que el universo creado es una casa común, obra de Dios Padre, regalada a todos los hombres de todos los tiempos, a quienes les entregó como título de propiedad inajenable y como título de responsabilidad irrenunciable su propia naturaleza de hombre, imagen de Dios, hijo suyo, hermano de todos los hombres y junto con ellos, administrador del cosmos. En fin, por la fe sabemos que el tiempo, por la gracia de Jesucristo, es camino de la eternidad, a la que vamos acercándonos en cada instante y vamos llegando en cada muerte.

¡Cuánta sabiduría nos regala Dios en su Hijo, Camino, Verdad y Vida! Esta sabiduría es plena cuando se vive la fe, que reclama para su perfección la esperanza y la caridad. Aceptemos agradecidos el don de ser discípulos y vivamos «haciendo la verdad en el amor» ( Ef 4,14).

El misterio de Jesús no estrecha el horizonte sino que ilumina el destino de todos los hombres en el Plan de Dios. Esto es sostener con claridad la última razón de la dignidad y la igualdad de todos los hombres. La verdadera estatura de todo hombre no es simplemente la del viejo Adán, sino la del nuevo Adán, la de Jesucristo, el Hombre Nuevo.

A Él debemos seguir. Él es el Camino, en su estilo, el de la Cruz: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8, 34-35).

El discipulado lleva a estar siempre dispuesto a entregar la vida por el Señor, como los mártires. Siempre la Iglesia ha tenido mártires y hoy también los tiene. La Iglesia sufre persecuciones que requieren despojos y humillaciones que constituyen un verdadero martirio: la burla y la banalización, la indiferencia y el silencio, la calumnia y el abuso de poder.

Sólo en la verdad de este espíritu martirial, vivido con sencillez y acción de gracias, sostenidos por la oración y los sacramentos, podemos sentirnos discípulos plenos de Cristo y experimentar que nos incorporamos en su obra salvadora. El cristiano es esencialmente pascual. Así viven los santos. Esto nos pide el Señor cuando nos llama para ser sus discípulos. «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando» ( Jn 15,13-14).

Para vivir la vida nueva de la gracia y empezar el Reino de la Vida que prepara los cielos nuevos y la tierra nueva, el Señor nos ha dado como alimento del camino la Eucaristía, sacramento de su amor, de su sacrificio, de su muerte y su resurrección. Es el Señor hecho pan y hecho vino el que nos da la fuerza para vivir como Él, para que participemos de su «amor hasta el fin», para incorporarnos al dinamismo de su amor oblativo, nos enseñaba Benedicto XVI (Cf. Sacramentum caritatis 11). Un gran pastor de nuestra América, poco antes de morir, me decía: «No nacemos para morir. Nacemos para entregarnos a Dios». El que así vive -así vivió él- tiene en la muerte el último acto de su vida, el último acto de su amor.

La oración, que acompañó a Jesús sobre todo en sus momentos culminantes, debería distinguir a los miembros de la Conferencia para que la cercanía del Señor sea profundamente experimentada y éstos sean días de tierna intimidad con Él. Los cristianos eran reconocidos en el mundo pagano como comunidad orante. La Conferencia de Aparecida debería ser señalada por lo mismo. En la oración encontrará sabiduría y discernimiento, espíritu de diálogo serio y fraterno, capacidad de comunicación entre todos, porque Dios se aproxima a todos para reunimos y no está tejos de nadie sino sólo de aquel que lo rechaza.

C. Misioneros de Cristo

A quienes les había revelado la voluntad del Padre, les transmite la potestad y les impone el deber de anunciar el Evangelio. «Yo he recibido todo poder… hagan discípulos… bautizándolos… y enseñándoles…» El amor de Cristo al Padre y a todos los hombres debe pasar al corazón de los discípulos para comunicar ese amor, que es la misión del Señor.

Quien ha conocido al Señor, y su designio de misericordia, experimenta el deber maravilloso de compartir los dones de la creación y de la gracia, y la esperanza de la gloria. El discípulo de Cristo ha comprendido que existir es coexistir, o mejor, es proexistir, es decir, existir para el servicio, para dar, darse, comunicarse. La vida de la persona humana es esencialmente relacional, sólo es auténtica cuando se comunica y vive en comunión. La Comunión de Dios trinitario se refleja en nosotros cuando, por la comunicación con Él y de unos con otros, nos hacemos Cuerpo de Cristo, Pueblo de Dios, Templo del Espíritu.

La misión del discípulo procede del misterio de comunión divino. El discípulo de Cristo es, como Cristo mismo, servidor de la comunión. Vivir la vida nueva es, para el discípulo, vivir la comunión con Cristo por la fuerza del Espíritu que lo conduce a anunciar la redención. Es ofrecerse el discípulo como víctima junto a Jesús para la conversión y la salvación de los hombres, para su participación en el Misterio trinitario.

Queremos hacer el don de Dios a todos los hombres de nuestra tierra. Porque, como dijo nuestro Sumo Pontífice, «quien no da a Dios, da demasiado poco». Y si queremos dar a Dios, infinito en su ser y su verdad, en su bondad y su belleza, ¿cómo no hemos de querer darnos a nosotros mismos? Y dándonos a nosotros mismos, ¿cómo no hemos de querer compartir los otros bienes?

Si no compartimos los bienes creados, materiales y espirituales, trabajándolos juntos y participando de ellos en solidaridad, no estamos amando a Dios. «El que no practica la justicia no es de Dios, ni tampoco el que no ama a su hermano», dice San Juan ( 1 Jn 3,10). Pero también es cierto que si no damos a Dios, aunque demos otros bienes, no estamos pagando la deuda de amor entre nosotros: nuestra deuda es Dios. No nos debemos sólo la fraternidad, sólo la justicia social. Nuestra primera deuda es Dios.

Todo es deuda real y todo es deuda con Dios. Somos obreros contratados para esta obra maravillosa. Dios es quien nos ha llamado. No tengamos miedo. Tengamos confianza en el Señor que ya ha vencido. Si nos dejamos ganar por Él, si nos dejamos inundar por su Espíritu, podremos decir ante nuestros deberes, aun los más difíciles, lo que dijo Jesús en la Ultima Cena: «He deseado ardientemente comer esta Pascua con ustedes antes de mi pasión» ( Lc 22,15). Y al cumplirlos, podremos recordar siempre a San Pablo que nos alienta: «Como dice la Escritura: ‘Por tu causa somos entregados continuamente a la muerte y se nos considera como a ovejas destinadas al matadero’. Pero en todo esto obtenemos una espléndida victoria, gracias a Aquel que nos amó» ( Rom 8, 36-37).

Creamos: la redención actúa hoy. La Pascua de Cristo está en la eternidad dominando los siglos, brindándose con la plenitud de su gracia a todos los hombres y pueblos de América Latina y El Caribe. Hoy podemos convertirnos, santificarnos y servir a la santidad de los demás. Hoy podemos amar porque hoy somos amados por el amor redentor. Hoy podemos servir a la conversión de los hermanos. Cada instante es capaz de Cristo pascual. El instante de cada persona y de cada pueblo existe para que Cristo acceda al corazón y a la libertad de cada uno. Hoy, «el Hijo de Dios, por su Encarnación, se ha unido en cierto modo con todos los hombres (GS 22).

No nos debemos extrañar si no obtenemos frutos pastorales cuando no tenemos interiormente semejanza real con el Buen Pastor, que da la vida por sus ovejas. Siempre, siempre, la verdad y la gracia son vida que nos llega de Jesús, a cuyo servicio está siempre la Iglesia. Ella reclama de sus miembros y de sus ministros, la identificación creciente con el Redentor. Toda la acción de la Iglesia no es sino ser signo e instrumento del misterio del Señor, ser su transparencia eficaz para irradiar la verdad y la vida de su belleza.

La V Conferencia tiene como horizonte inmediato la evangelización y santificación de nuestro continente. Estamos jugando aquí la historia santa, la nuestra y la de los demás hermanos de nuestra América. Estamos escribiendo la historia en este momento que no vuelve. La historia es escrita por la libertad de Dios y la de los hombres. Los condicionamientos del contexto físico o histórico no son causa eficiente del acto libre. Son condiciones solamente. Soy yo su autor, somos nosotros quienes elegimos. El hombre se hace o se deshace moralmente desde dentro. No desde fuera. Frente a Dios tenemos que cumplir con el deber de ser en la historia libres y santos. La libertad debe definir al hombre en el amor de Dios y del prójimo, al estilo de Jesús en su Pascua. Libres como el viento, como la juventud inmensa y sana. Libres como el Resucitado. Libres como el Espíritu.

En definitiva, si el hombre se hace padre de sí mismo por sus opciones, los pueblos también deben definirse en su cultura por sus amores. En esta Conferencia no queremos vivir una libertad vacía y errante, sino que queremos elegir conducidos por el Espíritu. «Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» ( Rom 8,14). Queremos elegirnos en el amor de Jesús para donamos en la cultura de la amistad social y la solidaridad. Esta fuerza llega a nosotros desde la comunión del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y nos llega aquí y ahora, en la casa de Nuestra Señora Aparecida.

D. La verdad es la esperanza

¿Seremos pueblos más justos y solidarios, capaces de conversión y de perdón, capaces de reconciliación y de paz? ¿Pueblos más creyentes, discípulos de Cristo, fraternos y misioneros, más esperanzados, magnánimos y audaces? ¿Seremos pueblos con más vida en Jesucristo, más santos y peregrinos de la gloria? Dios nos eligió y nos está llamando a su Reino de Vida. Respondamos hoy. La Quinta Conferencia vale por sí misma. Hoy, y en la medida en que vale hoy, vale para mañana. El tiempo es un Adviento. No es algo que pasa. Es Alguien que viene: Jesucristo el Señor.

Dios no responde con ideas. Responde con personas. A la cuestión del hombre, «que el demonio pretendió responder con la promesa mentirosa de «serán como dioses» (Gn 3,5), Dios, en la plenitud de los tiempos, respondió con la verdad plena de su Hijo en la Encarnación redentora.

Hoy, en una cultura en la que se ha proclamado que el hombre ha muerto, la respuesta sigue siendo Jesucristo, que debe llegar y está llegando por las personas de sus discípulos, de sus auténticos discípulos, identificados con Él y sacramentados por Él en su amor hasta el fin. No temamos. No es que en este cambio de época todo lo bueno desaparece sino que sufrimos dolores de parto de un mundo nuevo. Por nuestro servicio misionero queremos que este mundo adveniente se abra a la filiación divina, a la fraternidad humana y al banquete de la creación. Cristo es el manantial vivo de nuestra esperanza (cf. NMI 58). Por Él, con Él y en Él, debemos y queremos ser discípulos y misioneros.

Dice el Señor: «Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13,1). Les lavó los pies y se entregó a sí mismo en la Última Cena. Nosotros, que queremos ser sus fieles discípulos, sabiendo que también este tiempo es un kairós en el que con Cristo hemos de pasar al Padre, debemos amar a nuestros hermanos hasta el fin, lavar sus pies y entregar nuestras vidas a su servicio. Nada menos. Éste es el lenguaje de Jesús Resucitado con sus discípulos misioneros. En este lenguaje vital renueva hoy Jesús su Alianza con nosotros en el Evangelio y en la Eucaristía.

María la primera discípula de su Hijo que creyó y, por eso, lo concibió, nos enseñe a escuchar y creer para anunciar a Jesús, Camino, Verdad y Vida. Que Ella nos enseñe a obedecer a su Hijo, que nos repite: «Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos» ( Mt 28,19).

Nuestra Señora de Guadalupe, Nuestra Señora Aparecida, ruega por nosotros.

Documentos Mons. Karlic

BiografíaEscudo

 

Documentos Cardenal Estanislao Karlic

 

Discípulos y misioneros de Jesucristo
Meditación de monseñor Estanislao E. Karlic, arzobispo emérito de Paraná en la Jornada Espiritual (Aparecida, 14 de mayo de 2007)

Comunicado de los obispos de la Región Pastoral Litoral
Paraná (7 de marzo de 2005)

Por el diálogo hacia el bien común
Convocada por los obispos de Entre Ríos, se realizó en Paraná una reunión que nucleó a las principales autoridades de los tres poderes políticos de la provincia, entre ellas el gobernador, Sergio Montiel. Mons. Estanislao Esteban Karlic pronunció estas palabras el 6 de febrero de 2003

Navidad 2002
Mensaje de Mons. Estanislao Esteban Karlic, arzobispo de Paraná, para la Navidad de 2002.

Sentirnos solidarios con nuestra historia
Carta Pastoral de los obispos de Entre Ríos dada a conocer el 24 de noviembre de 2002, Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo.

Comunicado de los obispos de Entre Ríos
Preocupados por la situación que se vive en Entre Ríos, los obispos de dicha provincia dieron a conocer el 29 de agosto de 2002, el siguiente comunicado

Escudo Karlic

BiografíaDocumentos

 

Cardenal Estanislao Karlic: Escudo

 

En el centro una cruz de oro sobre campo azul, debajo el Evanqelio. Divisa: SERVIRE.
Significado

1. En el centro se destaca la cruz, símbolo del misterio pascual de Cristo. Toda la vida del Señor culmina en su pascua. Toda la vida de la Iglesia se funda en ella y a ella se ordena. Se funda en ella porque el Episcopado, plenitud del sacramento del Orden Sagrado, asimila más hondamente al sacerdocio de Cristo que tiene su culminación en la Pascua. Y se ordena a ella, porque cuanto el Obispo hace como profeta, liturgo y pastor, tiene por finalidad que los hombres reciban la parte de la herencia que el Padre ha querido dar les en Cristo.

El doble aspecto de muerte y resurrección del Misterio pascual es presentado por la cruz y el color oro, que significa eternidad y gloria. Y la razón formal del sacrificio de Cristo, el amor que lo lleva. a la obediencia hasta la muerte, se simboliza también en el color oro. Así se encuentran el amor, la obediencia, la cruz, la resurrección y la gloria. De este misterio pascual participa el sacerdocio episcopal y es esa realidad la que ha de comunicar su ministerio.

2. La Cruz está sobre campo azul, que significa a María Santísima. De Maria nació Jesús y con El llegó la redención al mundo. La maternidad de Maria constituye la garantía de nuestra salvación, porgue de ella el Hijo de Dios recibió la humanidad que había de rescatar. No es redimido sino lo que es asumido, repite la tradición teológica. Por María, el Hijo de D1OS se hace Hijo de Adán, para que los hijos de Adán se hagan hijos de Dios.
El Obispo, al proclamar las glorias de Marta, no sólo difunde suavidad y paz entre los hombres, sino certeza y esperanza de su vocación a la filiación d1vina y a la fraternidad universal en Cristo.

3. Debajo de la Cruz, el Evangelio, que es el anuncio gozoso de la salvación por Cristo que muere y resucita. El misterio salvador de Cristo empieza ya al ser concebido virginalmente por Maria, y se desarrolla a lo largo de la existencia terrena de Jesús, hasta coronarse en Su muerte y resttrrecci6n. Todo el misterio de Cristo se contiene en las Escrituras, que son el Evangelio. Es más, en ellas se revela la existencia eterna del Hijo en el seno de la Santísima Trinidad.

El contenido de la palabra del Obispo ha de ser siempre el Evangelio, con el cual ha de iluminar todos los caminos de los hombres, para que sean caminos de salvación. Como el misterio de la redención culmina en la muerte y resurrección de Cristo, la evangelización tiene su centro en la pascua, la cual es anunciada en la forma más luminosa y eficaz cuando el Obispo celebra en medio de su pueblo la Eucaristía.

4. La divisa «SERVIRE» servir, asumir la condición de siervo – quiere  sintetizar la actitud del pastor. Como el Siervo de Yahvé, Cristo Jesús, debe el Obispo servir a Dios Padre en el acabamiento de su designio de salvación, y así convertirse en servidor de los hombres, sus hermanos, en el ministerio de la verdad y la gracia, comunicando el evangelio, madurado en la reflexión y la oración, perdonando los pecados y dando la vida divina en la celebración de los sacramentos.

Escudo Maulión

 

Como el rostro es el reflejo fiel de cada persona y en su fisonomía se lee lo que su corazón guarda, así, en heráldica, el escudo  manifiesta los rasgos del semblante espiritual que su poseedor quiere tener. Al Obispo se lo conoce y distingue por su ESCUDO.

El Blasón de Mons. MARIO L. B. MAULlÓN lleva como LEMA que guía su vida el mandato de Jesús: «ME ENVIO A EVANGELIZAR». El envío que movió tan vehementemente a Pablo (1Cor 1,17) tal como brotó de los labios de Jesús: «Vayan por todo el mundo y anuncien la Buena Noticia a toda la creación» (Mc. 16,15) seguirá resonando con toda la fuerza y confianza que dan sus palabras: «Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo». (Mt. 28,20),

El escudo, de una sola pieza, tiene el campo AZUL; color que simboliza, de parte de Cristo, «la VERDAD»: «Maestro, sabemos … que enseñas con toda verdad el camino de Dios» (Mt. 22,16) y, de parte del apóstol, «el CELO»: «Estoy celoso de ustedes con celo de Dios” (1 Cor 11,2).

Lleva en palo una BARCA en la que siempre la Iglesia se vio representada.

El metal de su figura es el ORO que en relación a Cristo, es atributo de «PODER” «jNavega mar adentro!” con un mandato expreso: «Echen las redes» (Lc. 5,4) y, desde el apóstol: «MAGNANIMIDAD” Aceptando su Misión de ser «Pescador de hombres” (Lc 5,10).

En su fragilidad el navío está sostenido desde arriba, pues su palo mayor remata en CRUZ, señal de la presencia de un timonel a quien «Hasta los vientos y el mar obedecen» (Mt. 8,27).

En el cantón izquierdo, en jefe, ostenta dos ESTRELLAS superpuestas, en conjunción: es la Estrella de la mañana que anuncia el nuevo Sol. Es MARIA que lleva en su seno, en sus brazos, en su vida, a JESUS.

Las Estrellas son guías del tripulante y lucen en PLATA que, como metal heráldico es, respecto a María, símbolo de «PUREZA»: «Toda hermosa eres» (Cant. 4,7) y, en lo que atañe al navegante, es alegoría de «VIGILANCIA», de profunda atención al mensaje evangélico, como en María que «guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc. 2,19).

El campo azul no tiene cuarteles ni particiones, el mar y el cielo se confunden sin horizonte. Una sola es la Iglesia triunfante y militante: «Un nuevo cielo y una nueva tierra… el mar ya no existía más» (Ap. 21,1).

El Blasón está timbrado por un BACULO episcopal que es signo del pastoreo que Dios le confía, como dejó a su Pueblo en manos del profeta-pastor: «Apacienta con tu cayado a tu pueblo» (Miq. 7,14).

El escudo compendia en sí la grandeza de la MISIÓN EPISCOPAL, como Monseñor Maulión aspira vivir; y como se encuentra resumida en estos versículos del Apóstol: «Se me confío la gracia de anunciar… la insondable riqueza de Cristo, y poner de manifiesto en qué forma se ha realizado el proyecto secreto que estaba oculto desde siempre en Dios». (Ef. 3,8-9).

Mons. Estanislao Esteban Karlic

Escudo Documentos

 

Nació en Oliva, provincia de Córdoba, el 7 de febrero de 1926, de padres croatas. Realizó sus estudios secundarios en el Colegio Montserrat de la ciudad de Córdoba. Allí recibió el premio Duarte Quirós al mejor bachiller de su promoción. Después de realizar un año de estudios de Derecho en la Universidad de Córdoba, ingresó en 1947 en el Seminario de Córdoba para ser sacerdote. En 1948 fue enviado a Roma para estudiar Filosofía y Teología en la Pontificia Universidad Gregoriana. Fue ordenado sacerdote en Roma el 8 de diciembre de 1954. Entre 1955 y 1963 ejerció el ministerio y la actividad docente en Argentina, especialmente en el Seminario de Córdoba. En 1965 se doctoró en Teología en la Universidad Gregoriana de Roma. Desde entonces ejerció su ministerio en la Arquidiócesis de Córdoba y fue profesor en el Seminario de dicha diócesis, en la Facultad de Teología de Buenos Aires y en la Universidad Católica de Córdoba, además de otros institutos de formación. El 6 de junio de 1977 fue preconizado Obispo Auxiliar de Córdoba y titular de Castro. El 15 de agosto de ese mismo año fue consagrado Obispo en la Catedral de Córdoba por el Cardenal Raúl Primatesta. El 19 de enero de 1983 fue elegido Arzobispo Coadjutor de Paraná y Administrador Apostólico Sede Plena. Asumió el 20 de marzo de 1983. Al fallecer Monseñor Adolfo Tortolo el 1ro. de abril de 1986, Monseñor Karlic asumió como Arzobispo de Paraná. Cargos desempeñados en la Conferencia Episcopal Argentina: Delegado Episcopal a la III° Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Puebla (1979) Delegado al Sínodo de Obispos sobre Reconciliación y Penitencia (1983) Presidente de la Comisión Episcopal de Fe y Cultura (hasta 1990) Presidente de la Comisión Episcopal para la celebración del Gran Jubileo del Año 2000 (desde 1995) Presidente de la Comisión Episcopal de Pastoral Universitaria (1993-96) Miembro de la Comisión Episcopal de Catequesis (1993-96) Vicepresidente 2° del Episcopado (1987-1990) Vicepresidente 1° (1990-1996) Presidente de la Conferencia Episcopal Argentina (1996-1999) Presidente de la Conferencia Episcopal Argentina (1999-2002) Miembro de la Comisión Episcopal de Fe y Cultura (1999-2002) Presidente de la Comisión Episcopal de Pastoral Universitaria (2002-2005) Miembro de la Comisión Episcopal de Fe y Cultura (2002-2005) Designaciones y cargos de la Santa Sede Miembro del Comité de Redacción del Catecismo de la Iglesia Católica (1987-1992) Consejero de la Pontificia Comisión Pro América Latina 1989-2000 Expositor designado por el Santo Padre en la IV Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Santo Domingo (1992) Presidente de la Comisión Episcopal del Pontificio Colegio Pío Latinoamericano de Roma (1992-1994), continúa como miembro de dicha Comisión. En 1997 el Papa Juan Pablo II lo designó Secretario Especial para la Asamblea Especial de Obispos del Sínodo para América. Miembro de la Comisión Post-sinodal. Miembro del Sínodo Permanente para los Obispos, organismo de la Santa Sede. Como Presidente del Episcopado participó en el Sínodo de los Obispos que tuvo como tema especial El episcopado, en octubre de 2001. El 29 de abril de 2003 el Santo Padre aceptó su renuncia al gobierno de la Arquidiócesis de Paraná, conforme a lo establecido por el Derecho Canónico en vigencia, y designó como su sucesor a S.E. Monseñor Mario Luis Bautista Maulión. En mayo de 2004 fue declarado Doctor Honoris Causa por la Universidad Católica Argentina “Santa María de los Buenos Aires”. Presidente de la Comisión Episcopal de Pastoral Universitaria en el período 2002-2005. Miembro de la Comisión Episcopal de Fe y Cultura – 2005-2008. Miembro de la Comisión Episcopal de Pastoral Universitaria – 2005-2008 En mayo de 2007 fue invitado por el Presidente del CELAM a abrir la V° Conferencia del Episcopado Latinoamericano que tuvo lugar en Aparecida, Brasil, con una meditación para todos los participantes. El 17 de octubre de 2007 el Santo Padre, Benedicto XVI, anunció en el curso de la audiencia general, su creación como Cardenal en el Consistorio Ordinario Público del 24 de noviembre de 2007.

Monseñor Adolfo Servando Tortolo

 

 

Nació en la ciudad de 9 de Julio, Pcia. de Bs. As., el 10 de Noviembre de 1911. Cursó sus estudios eclesiásticos en el recién fundado Seminario San José, de La Plata. Formó parte del primer grupo de alumnos al inaugurarse el nuevo edificio, en forma provisoria, a la sombra de la Basílica de Nuestra Señora de Lujan, en el año 1923. En 1925 los seminaristas fueron trasladados al Seminario de la Plata, una vez terminada la parte que entonces se inauguró. Fue ordenado sacerdote cuando tenía sólo 23 años de edad, el 21 de diciembre de 1934, en la Iglesia del Seminario de La Plata. Celebró su primera Misa en el templo parroquial de 9 de Julio el 23 del mismo mes. Su primer destino fue el de Vicario Cooperador de la Parroquia de Chacabuco, pasando luego a la de San Ignacio, de Junín. Donde se desempeñó durante cuatro años, puestos en los cuales mostró su profunda y sólida formación espiritual, doctrinal y pastoral. En 1941 pasó a ejercer el ministerio en la Curia del Obispado de Mercedes, sonde desempeñó la notaría Mayor Eclesiástica, la Secretaría General del Obispado y desde 1945 fue provisor y Vicario General. Fue también asesor de la A.J.A.C, de la A.M.A.C. y de la Junta central de la A.C.A. Debido a su descollante actuación en esta primera etapa de su vida sacerdotal, recibió el título de Prelado Doméstico de Su Santidad. El 9 de junio de 1956 fue preconizado por el Papa Pio XII como Obispo Titular de Ceciri y Auxiliar de Paraná. Recibió la Consagración Episcopal el domingo 12 de Agosto de 1956, en la Basílica de Ntra. Sra. de Luján, a las 10:00 hs. Fue Consagrante principal Mons. Zenobio L. Guilland, Arzobispo de Paraná y su antiguo rector en el Seminario de La Plata. Fueron Obispos asistentes Mons. Anunciado Serafín y Antonio Plaza. Se destacó como Obispo Auxiliar por la Gran Misión que se realizó en Paraná en 1960, puesta bajo su dirección, que llevó la Palabra de Dios a todos los sectores y Barrios de Paraná. El 11 de febrero de 1960 el Papa Juan XXIII lo trasladó a la Sede residencial de Catamarca. Tomó posesión de la misma el 30 de abril del mismo año. En los dos años que permaneció en dicha sede, supo granjearse el amor del pueblo catamarqueño, llegando en sus giras pastorales, a veces en lomo de burro, hasta los lugares más recónditos de la diócesis y de la cordillera andina. El 6 de septiembre de 1962 el mismo Papa Juan XXIII lo promueve al Arzobispado de Paraná, del que tomó posesión el 5 de enero de 1963. Fue Padre Conciliar del Concilio Vaticano II, al que asistió y participó en todas sus sesiones entre los años 1962 y 1965. Fue también Padre Sinodal en los cuatro primeros sínodos convocados por el Papa Pablo VI. Cuando en 1970 el Episcopado Argentino tiene que elegir a quien sucederá al Cardenal Antonio Caggiano como Presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, los Obispos eligen a Mons. Tortolo, quien tres años después resulta reelecto por un nuevo período. El 8 de Diciembre de 1973, luego de una intensa preparación espiritual, se llevó a cabo la Coronación Pontificia de la Santísima Virgen del Rosario, por su Emcia. el Cardenal Antonio Caggiano (ver diálogo con los fieles) En julio de 1975 fue nombrado por el Papa Vicario General Castrense de las Fuerzas Armadas. Sus preocupaciones como Pastor de la Arquidiócesis de Paraná fueron siempre la catequesis, la Eucaristía, la Santísima Virgen María, los sacerdotes y el Seminario. Mons. Tortolo fue un auténtico evangelizador: sus cartas y mensajes pastorales, sus escritos y predicaciones, estuvieron siempre marcados por una doctrina clara, segura y orientadora. Tenía, además, una habilidad admirable para hacerse comprender por distintas clases de gente, adaptando a ellas el nivel de su predicación. Su celo apostólico le hizo recorrer varias veces el territorio de la Arquidiócesis. Su episcopado se desarrolló en medio de dos grandes crisis: la crisis post-conciliar en la Iglesia, y la crisis política que sacudió el país, ensangrentándolo, durante el accionar de la guerrilla y la posterior reacción militar. En la primera, sobresalieron su fidelidad al Papa y su firme postura doctrinal. Sufrió mucho, pero no se dobló ni se quebró, y fue un firme sostén, maestro, guía y ejemplo para muchos, con su fidelidad inquebrantable a la doctrina ortodoxa y tradicional de la Iglesia, en momentos en que “el humo de Satanás había penetrado en los muros de la Iglesia”, en palabras del Papa Pablo VI. Ayudó a numerosos sacerdotes vacilantes y a laicos desorientados, y se desvivió por su Seminario, asolado por enemigos exteriores e interiores. Hasta que, con sobrehumano esfuerzo, logró transformarlo en un baluarte de la sana doctrina, del que salieron numerosas generaciones de sacerdotes ejemplares. Esta última obra mereció el elogio de Juan Pablo II quien, refiriéndose al Seminario de Paraná, empleó la expresión “Aureo Seminario” Con respecto a la crisis política, solo los que lo trataron muy de cerca saben de sus angustias y de todo el silencioso bien que hizo. Tenía influencia y prestigio en las Fuerzas Armadas, y los empleó, mitigando excesos, curando heridas, orientando como Pastor. Por esto no siempre fue bien comprendido, incluso fue atacado. Los que lo conocieron bien de cerca saben que hizo lo humanamente posible, y tal vez un poco más. La síntesis de la vida de Mons. Tortolo fue escrita nada menos que por Juan Pablo II quien, al enviarle una carta con motivo de sus bodas de oro sacerdotales, le dijo: “En realidad, las muchas obras realizadas que sería largo enumerar, donde quiera hayas ejercido el ministerio, ¿qué muestran sino que tú has sido “varón de Dios”, “hombre de la Iglesia”, por la santidad de tu vida, la experiencia pastoral, el sentido eclesial, insigne por tus dotes y celo apostólico, preocupado por las necesidades del Pueblo de Dios, por la formación del clero, por el progreso en los estudios, del régimen del Seminario Mayor y Menor, del apostolado de los laicos y del incremento de las escuelas católicas”? Monseñor Adolfo Servando Tortolo, enfermo en los últimos años de su vida, sobrellevó con extraordinaria fortaleza su Cruz, y falleció en Buenos Aires el 1° de Abril de 1986, a los 75 años de edad. Fue enterrado en la Catedral de Paraná, a los pies del Altar de la Virgen, su gran Amor.

Mons. Zenobio Lorenzo Guilland

 

Elevada a Arquidiócesis, Pío XI designó, el 18 de setiembre de 1934, a Mons. Zenobio Lorenzo Guilland, primer arzobispo, sexto diocesano, de esta sede. Fue consagrado el 3 de marzo de 1935 y tomó posesión el 23 de ese mismo mes. Falleció el 12 de febrero de 1962.

Mons. Julián Pedro Martínez

 

Quinto obispo de Paraná fue Mons. Julián Pedro Martínez, elegido por Pío XI el 7 de julio de 1927. El 28 de julio de 1934 renunció a su cargo. Murió el 26 de junio de 1966.

Mons. Abel Bazán y Bustos

 

El cuarto obispo fue Mons. Abel Bazán y Bustos, elegido por San Pío X el 7 de febrero de 1910 y consagrado el 8 de mayo siguiente. El 15 de ese mes tomó posesión de la sede. Murió el 25 de abril de 1926.