CATEDRAL NUESTRA SEÑORA DEL ROSARIO

Paraná, 17 de abril de 2019

 

Querido Señor Cardenal

Queridos hermanos en el sacerdocio;

Queridos Diáconos, queridos Consagrados y consagradas, queridos seminaristas

Queridos hermanos en el Señor:

La Santa Misa, que estamos celebrando, en el hoy de la liturgia, nos hace sentirnos contemporáneos a ese jueves grande, que llamamos con emoción el día de la Eucaristía y del sacerdocio ministerial, y también recordamos con gratitud aquel momento en el que el Obispo, por la imposición de las manos y la oración consacratoria, nos introdujo en el sacerdocio de Jesucristo.

Iluminados por el evangelio que acabamos de escuchar, volvemos nuestra mirada atenta y creyente a la sinagoga de Nazaret, Jesús se apropia la profecía de Isaías y se presenta a sus contemporáneos, como lleno del Espíritu, él tiene clara consciencia de su identidad y de la misión recibida.  dos aspectos de una misma realidad: Él es el Hijo amado del Padre que, por la unción del Espíritu se reconoce enviado a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor”.

Todos los bautizados nos reconocemos, hijos amados del Padre y enviados por el poder del Espíritu a una misión.

En esta noche, nosotros los sacerdotes queremos actualizar nuestra vocación de haber sido ungidos y enviados a anunciar la Buena Noticia a los pobres y a proclamar un año de gracia. “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido”. Estas palabras de Isaías que Jesús se aplica a sí mismo en la Sinagoga de Nazaret debe tocar profundamente nuestros corazones sacerdotales en esta noche; es una unción, que marca para siempre la persona y la vida de todo cristiano, desde su bautismo; pero es una unción que marca para siempre especialmente la persona y vida de los presbíteros, para llevar un gesto de consuelo al pobre, anunciar la liberación a cuantos están prisioneros de las nuevas esclavitudes , para restituir la vista a los que no pueden ver por tantas nuevas formas de ceguera.

Así se manifiesta que nuestra vocación requiere un vínculo interior, más aún, una configuración con Cristo y, con ello, la necesidad de una renuncia de nosotros mismos, a la tan invocada autorreferencialidad, como nos insiste el Papa Francisco… Se nos pide que no reclamemos la vida para nosotros mismos, que no la retaceemos, sino que la pongamos a disposición de Cristo.

Esta celebración está enmarcada en este tiempo en donde la Iglesia en todo el mundo _ también en nuestra Arquidiócesis _está sufriendo un largo y doloroso proceso de purificación, marcado por el dolor y el escandalo causado por graves pecados y delitos de algunos de sus miembros.

Hace un tiempo recordaba el Papa el  Vía Crucis del entonces Cardenal Ratzinger, que en una meditación de una de las estaciones decía: “¿Qué puede decirnos la tercera caída de Jesús bajo el peso de la cruz? Quizás nos hace pensar en la caída de los hombres, en que muchos se alejan de Cristo, en la tendencia a un secularismo sin Dios. Pero, ¿no deberíamos pensar también en lo que debe sufrir Cristo en su propia Iglesia? En cuántas veces se abusa del sacramento de su presencia…  ¡Cuántas veces celebramos sólo nosotros sin darnos cuenta de él! ¡Cuántas veces se deforma y se abusa de su Palabra!… ¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia!…  También esto está presente en su pasión. La traición de los discípulos…  es ciertamente el mayor dolor del Redentor, el que le traspasa el corazón. No nos queda más que gritarle desde lo profundo del alma: Kyrie, eleison – Señor, sálvanos (cf Mt 8,25).

Ante esta situación, Francisco nos pide un compromiso de conversión, de oración y de santidad. Y nos advierte sobre la tentación del espíritu de cansancios que nos lleva a una manera insatisfecha de vivir: el espíritu de insatisfacción. Todo no nos gusta, todo está mal. Algunos cristianos, nos dice el Papa, viven día a día una vida de plañideras fracasada…quejándose, criticando, murmurando, viven en la insatisfacción… Apuestas al fracaso, no creen en la Pascua

El amor a Jesús, a la Iglesia y a nuestros hermanos, nos tiene que hacer reaccionar y ponernos de rodillas para pedir al Esposo que purifique a Su Esposa. Esposa manchada por nuestros pecados. No es una tarea nuestra, es del Señor

A menudo me preguntan: ¿Qué debemos hacer?  El Cardenal Sarah, Prefecto de la Sagrada congregación de liturgia nos dice:” La unidad de la Iglesia tiene su fuente en el corazón de Jesucristo. Debemos mantenernos cerca de él. Ese corazón que ha sido abierto por la lanza para que podamos refugiarnos en él, será nuestra casa. La unidad de la Iglesia reposa sobre cuatro columnas. La oración, la doctrina católica, el amor a Pedro y la caridad mutua deben convertirse en las prioridades de nuestra alma y de todas nuestras actividades.

Francisco no invitaba también a la reparación. Me gustaría, mis hermanos, pedirles que meditemos especialmente este año, Getsemaní.

Cuando Jesucristo entró al mundo, los testigos fueron su padre adoptivo, su Madre y unos poquitos pastores. Cuando va a salir del mundo, por el sacrificio de la Cruz, los testigos últimos son los pobres pescadores convertidos en Apóstoles, pero todavía ignorantes, rudos, pequeños, débiles, malcriados… Y sin embargo los eligió.
Eran sus primeros sacerdotes y nos estaban abriendo a todos los sacerdotes el privilegio y la obligación de acompañarlo en Getsemaní y en su pasión.

Cuando fue al Huerto con estos apóstoles, Él nos tenía perfectamente presentes a cada uno de nosotros… los que estamos aquí y ahora … Y nos eligió
Mi alma está triste hasta morir. Quédense aquí y vigilen conmigo”, quédense aquí…  recen” … Jesús quiere unirnos especialmente al momento más duro de su vida, más que la Cruz.

Él, el SANTO, en ese momento ve a través del tiempo y del espacio, a cada uno de los hombres bien singularmente, así, de un modo bien particular, nos veía a cada uno de nosotros. Vio nuestros pecados, los de toda la humanidad de todos los tiempos…cuánto le habrá pesado nuestro tiempo. El Señor se hizo pecado para salvarnos.

Queridos hermanos, les pido que siguiendo el deseo del Papa, mejor aún el de Jesús, aprovechemos estos días para reparar por nuestros pecados y los de nuestro tiempo, con nuestra oración, sacrificios y entrega, especialmente con nuestra disponibilidad para abrir las puertas de la misericordia a nuestros hermanos en el sacramento de la Reconciliación.

Francisco les decía a los jóvenes, en medio de este drama que duele el alma. “Jesús Nuestro Señor que nunca abandona a su Iglesia, le da fuerza y los instrumentos para un nuevo camino”. Así este momento oscuro…puede ser una oportunidad para una reforma de carácter histórico, para abrirse a un nuevo Pentecostés y empezar una etapa de purificación …que otorgue a la Iglesia una renovada juventud”

Santidad- oración- humildad- caridad pastoral- unidad y amor a la Iglesia son las actitudes que debemos pedir siguiendo su deseo.

Pero también se nos exige un nuevo modo de acercarnos a nuestro pueblo, el sacerdote es un hombre de misericordia y de compasión, cerca de su gente y servidor de todos. Este es un criterio pastoral fundamental, la cercanía, la proximidad. No caigamos en la indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia. Tenemos que hacer un gran esfuerzo en acoger a cada hermano, especialmente los pobres, enfermos, a los que sufren en el cuerpo y en el alma, a los pecadores.

Recordemos lo que nos dice Francisco en su Exhortación Apostólica: “ Evangelii  Gaudium” quiero invitarlos a una nueva etapa evangelizadora, marcada por la alegría del Evangelio, que llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús… Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” (EG n.1)” La alegría del Evangelio es esa que nada ni nadie nos podrá quitar” (EG n.84)

El Espíritu Santo nos apremia a “vivir alegres en la esperanza” y nuestros hermanos y el mundo exigen de nosotros un claro testimonio de ella, testigos y profetas de esa esperanza que no defrauda, la cual supone la fe y en ella se apoya.

El siervo de Dios, el Cardenal Eduardo Pironio, decía a los sacerdotes: “el mundo nos ha contagiado un poco su desilusión y su amargura. Demasiado entregados a la acción… terminamos por agotarnos física y espiritualmente…” Hay un cierto desaliento que se origina en una impaciencia humana, existe una gran tentación de desesperar, sin embargo “estamos en la hora providencial de la esperanza, quizá porque estamos en la hora de la angustia”.

“No se dejen robar el entusiasmo misionero, la alegría evangelizadora, la esperanza” nos pide Francisco

Esperanza no quiere decir insensibilidad, indiferencia, irrealismo o falta de compromiso. Es la certeza de la presencia de Dios en el mundo que nos dice “No tengan miedo, Yo estoy con ustedes y he vencido al mundo”. La certeza de que el Reino de Dios ya está entre nosotros y marcha inexorablemente hacia su plenitud.

En este contexto histórico, el sacerdote debe vivir la esperanza teologal intensamente, debe ser hombre de Dios, hombre de esperanza, para comunicarla a los demás. Debe esperar por sí y por los otros. “Nuestra esperanza es siempre y esencialmente también esperanza para los otros; sólo así es realmente esperanza también para mí”. Nadie se salva sólo… El sacerdote debe marchar seguro y alegre, con el pueblo confiado, hacia el encuentro con Dios, con la certeza de que ÉL ha salido primero a su encuentro.

Somos un pueblo sacerdotal en marcha hacia la eternidad. Todo lo que hacemos con generosidad y amor nunca fracasa en el misterio del Cuerpo Místico. Podemos fracasar en apariencia, pueden fracasar nuestros proyectos personales, pero nunca fracasa el plan de Dios y la construcción progresiva de Su Reino. La esperanza, como virtud teologal, es la tensión profunda del hombre hacia el Dios.

La esperanza debe ser perfeccionada y purificada. Las dos ocurren gracias a la Cruz. “El triunfo cristiano- Francisco- es siempre una cruz que al mismo tiempo es bandera de victoria, que se lleva con una ternura combativa ante los embates del mal” (EG n. 85)

Es una ley evangélica que el sarmiento que da frutos debe ser podado para darlos más abundantemente y mejores. La prueba crucial es la ausencia de Dios. Son las noches oscuras que conocemos por los místicos. El alma debe esperar contra toda esperanza. Pero hay otras pruebas en los sacerdotes: las críticas, los fracasos, el abandono, el aparente triunfo del mal. Dios está oculto, parece que calla, pero está. “No tengan miedo… Yo estoy” he orado por ustedes para que no desfallezcan. Confirmen a sus hermanos.

Vamos a continuar con la Eucaristía, pero antes de la bendición de los óleos, los sacerdotes vamos a renovar las promesas sacerdotales que hicimos por primera vez en nuestra ordenación sacerdotal. Hoy, en vísperas del jueves Santo, día sacerdotal por excelencia, renovamos estos compromisos. Es un signo y pedido de fidelidad, como una exigencia gozosa por parte del mismo sacerdote, pero también como un derecho de los fieles que buscan en él — consciente o inconscientemente — al hombre de Dios, al consejero, al mediador, al amigo fiel y prudente, al padre y guía seguro en quien se pueda confiar en los momentos más difíciles de la vida para hallar consuelo y firmeza.

Queridos hermanos, les pido que acompañen a los sacerdotes, los apoyen con su oración. Recen por ellos, acompáñenlos verdaderamente como hermanos, quiéranlos como el pastor de la comunidad. Díganles lo que les tienen que decir con caridad y de frente… nunca por detrás, y, sobre todo, ayúdennos, porque uno va apreciando y madurando la propia vocación sacerdotal en la medida que el pueblo de Dios también colabora para hacérnosla apreciar.

Recemos también con perseverancia por los seminaristas, por su fidelidad al llamado y por el aumento de las vocaciones sacerdotales y consagradas.

Un recuerdo en nuestras oraciones, por nuestros obispos eméritos, por los sacerdotes enfermos y por aquellos que están fuera de la Arquidiócesis prestando servicio a otras Diócesis o estudiando en Roma.

Y a ustedes, queridos sacerdotes, soy conscientes del trabajo arduo que están haciendo, muchas veces en medio de incomprensiones. Que Dios se los pague y los fortalezca como sólo Él sabe hacerlo hasta que escuchen la palabra que más esperamos: “Siervo bueno fiel entra en el gozo de tu Señor”.(Mt.25,33)

Santísima Virgen del Rosario, Madre y Reina de los sacerdotes, ayúdanos a corresponder a este tiempo de gracia y   de dolor y que sintamos el gozo de vivir y trabajar en la Iglesia de Jesucristo, con la convicción que el camino es la santidad, el bien y la verdad.

A Jesucristo, nuestro Maestro y Redentor, que ahora se inmola y sacrifica por nosotros en esta Misa Crismal, la gloria y el poder por los siglos de los siglos (. Ap 1, 6). Amén.

Mons. Juan Alberto Puiggari

Arzobispo de Paraná