A continuación compartimos el texto completo de la catequesis. En la Audiencia General de este miércoles 12 Francisco reflexionó la confianza con Dios en la oración
“Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Continuamos el camino de catequesis sobre el “Padre nuestro” que comenzó la semana pasada. Jesús pone en los labios de sus discípulos una oración breve, audaz, compuesta de siete peticiones: un número que en la Biblia no es accidental, indica plenitud. Digo audazmente porque, si Cristo no lo hubiera sugerido, probablemente ninguno de nosotros – todavía más, ninguno de los teólogos más famosos- se atrevería a rezar a Dios de esta manera.
En efecto, Jesús invita a sus discípulos a acercarse a Dios y a dirigirle con confianza algunas peticiones: En primer lugar, para Él y luego para nosotros. No hay preámbulos en el «Padre Nuestro».
Jesús no enseña fórmulas para «congraciarse» con el Señor; por el contrario, invita a rezarle, derrumbando las barreras de la sujeción y el temor. No dice que hay que dirigirse a Dios llamándole «Todopoderoso», «Altísimo». “Tú que estás tan lejos de nosotros, yo soy un mísero”: no, no dice así” sino simplemente «Padre», con toda simplicidad, como los niños hablan al papá. Y esta palabra, “Padre”, expresa la confianza y la seguridad filial.
La oración del «Padre Nuestro» hunde sus raíces en la realidad concreta del hombre. Por ejemplo, nos hace pedir pan, el pan de cada día: solicitud simple pero esencial, que dice que la fe no es una cuestión «decorativa», separada de la vida, que interviene cuando todas las demás necesidades están satisfechas. Si acaso, la oración comienza con la vida misma.
La oración – nos enseña Jesús – no empieza en la existencia humana después de que el estómago esté lleno: más bien, se anida donde quiera que haya un hombre, cualquier hombre que tenga hambre, que llore, que luche, que sufra y se pregunte «por qué”. Nuestra primera oración, en cierto sentido, fue el vagido que acompañó el primer aliento. En ese llanto de recién nacido, se anunciaba el destino de toda nuestra vida: nuestra hambre continua, nuestra sed constante, nuestra búsqueda de la felicidad.
Jesús, en la oración, no quiere extinguir lo humano, no quiere anestesiarlo. No quiere que moderemos las solicitudes y las peticiones aprendiendo a soportar todo. En cambio, quiere que todo sufrimiento, toda inquietud, se eleve hacia el cielo y se convierta en diálogo.
Tener fe, decía una persona, es acostumbrarse al grito.
Todos tendríamos que ser como el Bartimeo del Evangelio (cf. Mc 10, 46-52), -recordemos ese pasaje del Evangelio, Bartimeo, el hijo de Timeo- ese ciego que mendigaba en Jericó. A su alrededor había tanta gente educada que le decían que se callara: “¡Pero, cállate! Pasa el Señor. Cállate. No molestes, El Maestro tiene tanto que hacer; no le molestes. Molestas con tus gritos. No molestes”. Pero él, no escuchaba esos consejos: con santa insistencia, pretendía que su condición miserable pudiera encontrarse finalmente con Jesús. ¡Y gritaba más fuerte!
Y la gente educada: “Pero no, es el Maestro ¡por favor! ¡Qué mal estas quedando!». Y él gritaba porque quería ver, quería que le curase: “Jesús, ten piedad de mí!» (V. 47). Jesús le devuelve la vista y le dice: «Tu fe te ha salvado» (v.52), casi como para explicar que lo decisivo para su recuperación había sido la oración, esa invocación gritada con fe, más fuerte que «el sentido común» de tantas personas que querían que se callara.
La oración no solo precede a la salvación, sino que de alguna manera ya la contiene, porque nos libera de la desesperación de quien no cree que haya una salida para tantas situaciones insoportables.
Por supuesto, los creyentes también sienten la necesidad de alabar a Dios. Los Evangelios recogen la exclamación de alegría que brota del corazón de Jesús, lleno de asombro agradecido por el Padre (cf. Mt 11, 25-27). Los primeros cristianos sentían incluso la necesidad de agregar al texto del “Padre nuestro” una doxología: «Porque tuyo es el poder y la gloria por los siglos de los siglos» (Didache, 8, 2).
Pero ninguno de nosotros tiene por qué abrazar la teoría propuesta en el pasado por algunos, es decir que la oración de petición sea una forma débil de fe, mientras que la oración más auténtica sería la de alabanza pura, la que busca a Dios sin el peso de petición alguna. No, eso no es verdad. La oración de petición es auténtica, espontánea, es un acto de fe en Dios que es el Padre, que es bueno, que es todopoderoso.
Es un acto de fe en mí, que soy pequeño, pecador, necesitado. Y por eso la oración para pedir algo es muy noble. Dios es el Padre que tiene una compasión inmensa por nosotros y quiere que sus hijos le hablen sin miedo, llamándole directamente “Padre”; o en medio de las dificultades diciendo: “Pero, Señor, ¿qué me has hecho?”.
Por eso podemos contarle todo, incluso las cosas que en nuestra vida siguen estando torcidas e incomprensibles. Y nos ha prometido que estará con nosotros para siempre, hasta el último día que pasemos en esta tierra. Recemos el Padre nuestro empezando así, simplemente: “Padre” o “Papá”. Y Él nos entiende y nos ama tanto”.