Homilia en La Ordenación Presbiteral del Diácono Emmanuel Isaías Tropini y Ordenación Diaconal de Julio César Fáez.

 

Catedral Ntra. Señora del Rosario.

Paraná, 15 de marzo de 2014

 

Querido Sr. Cardenal,

Queridos sacerdotes, consagrados, seminaristas,

Queridos hermanos en el Señor:

 

 

Hoy, con gran alegría, la Iglesia que peregrina en Paraná se alegra profundamente  por este nuevo don de Dios: dos hombres  jóvenes, que serán ordenados diácono y presbítero, para consagrarse definitivamente al servicio de Dios  y de Su Iglesia.

 

Queremos ponernos en una actitud de profunda adoración, acción de gracias y en la vigencia más plena de la fe para vivir esta celebración. Sólo así podremos pregustar cuántas bendiciones hoy nos concede Dios, por lo que va a suceder dentro de unos momentos en esta Iglesia Catedral.

La Palabra de Dios que acabamos de escuchar  nos dice claramente “Él es nuestro Dios”

En esta lectura del Deuteronomio podemos ver el compromiso de Israel de ser el pueblo de Dios y el compromiso divino de ser el Dios de Israel.

Dios nos pide que cumplamos sus mandatos buscando ser fieles a ellos. Guardar sus mandatos desde el corazón y el alma, ahí es donde Dios nos ve, donde Dios se encuentra con nosotros, en esa sinceridad de corazón y transparencia de alma. Él nos premia, nos elije a pesar de nuestras fragilidades… Él se ha fijado en nosotros y nos hace pueblo suyo.

En el pasaje evangélico vemos cómo Jesús, como Dios, conoce a la perfección el corazón del hombre. Y lo que para nosotros es dificultad, casi un imposible, Él nos lo da como camino de libertad y felicidad para el aquí y el más allá.

Ahí es donde reside el “sed perfectos” del Evangelio, porque si vivimos con el corazón reprimido, pequeño, sin descubrir la novedad del Evangelio, sin capacidad de amar y perdonar,  ¿qué méritos tendremos? ¿Qué hacemos de extraordinario?

La Sagrada Escritura nos pone en guardia ante el peligro de tener el corazón endurecido por una especie de «anestesia espiritual» que nos deja ciegos ante los sufrimientos de los demás.

Sólo la convicción de que el Señor es nuestro Dios y que somos su Pueblo, llamados a ser santos, es lo que explica la capacidad de decisiones radicales en la vida del hombre que nos hace comprender la decisión de estos hermanos nuestros.

Antes de comenzar el rito, conviene considerar con atención, lo que va suceder dentro de unos momentos. Por la ordenación servirán a Cristo por cuyo ministerio en la tierra se edifica sin cesar la Iglesia, cuerpo suyo y templo del Espíritu Santo.

Al unirse al sacerdocio de los obispos, los presbíteros y diáconos quedarán consagrados para anunciar el Evangelio, santificar y apacentar al pueblo de Dios.

El diácono, como ministro de Jesucristo, debe cumplir de todo corazón, la voluntad de Dios, sirviendo con amor y alegría al Señor y a los hombres. Estará al servicio de la Palabra, de la Liturgia y de la caridad.

Ejercerá su ministerio observando el celibato, símbolo y estímulo del amor pastoral y fuente de peculiar fecundidad apostólica en el mundo.

El presbítero deberá cumplir el ministerio de enseñar en nombre de Cristo Maestro. Santificar por medio de los sacramentos, especialmente en la celebración de la Eucaristía y pastorear al pueblo encomendado, siguiendo el ejemplo de Jesús Buen Pastor.

Querido Emmanuel: Ser sacerdote es algo tan sublime que compromete toda tu vida. No se puede ser sacerdote par-time.  Serás sacerdotes para siempre.  El que te ha llamado no se arrepentirá nunca de haberlo hecho y te asistirá con su gracia, no tengas miedo. “Los dones y la llamada de Dios son irrevocables” (Rm 11,29). Por parte de Dios, lo que se da no se quita, pero tendrás que hacerte digno cada día del don recibido.

Este don lleva consigo un estilo de vida que se aparta de la mundanidad.

Estas en el mundo pero no sos del mundo. Cultiva el trato con Dios por la oración constante, acude con confianza a nuestra Madre Santísima. Sé trabajador de la viña del Señor a tiempo completo, con dedicación exclusiva.

Que tu corazón sea para el Señor, no se lo des a cualquiera. Ama a todos y no te quedes con nadie. Sé austero y aspira, continuamente, a ser pobres como Cristo pobre. Teniendo lo necesario para vivir,  evitarás muchas tentaciones de frivolidad, de estilo de vida, de gastos superfluos. Que tu austeridad y tu  humildad te  haga sencillo y accesible a todos. Sé obediente y sumiso por amor.  En una palabra, sé parecido a Jesucristo, configúrate con Él. Eso es un sacerdote: “otro Cristo”. Eso quieren descubrir en vos los hombres y mujeres con los que trates. Te quieren y necesitan como  hombre de Dios,  sacerdote santo.  Dios te promete una vida fecunda, si  intentas vivirla así. “Busca el reino de Dios…Por el contrario, la vida de un cura es aburrida,  triste, infecunda, cuando no se cultiva la oración, cuando no hay conversión continua, cuando no se atiza el fuego del amor y de la caridad pastoral.

           Sé testigo del gozo del Evangelio, en un mundo que necesita la alegre noticia del Evangelio,  una esperanza que sólo Jesucristo puede darles y de esa esperanza sé testigo con tu vida y tu palabra. No seas nunca funcionario de lo sagrado, no te acostumbres al misterio, sino siempre, testigo del Invisible y ministro de su misericordia.

Les decía el papa Francisco a los nuevos ordenados: que  el modelo del Buen Pastor “ilumine toda vuestra vida. Y cuando el peso de la cruz se haga más duro, sabed que esa es la hora más preciosa, para vosotros y para las personas a vosotros encomendadas: renovando con fe y amor vuestro «Sí, quiero, con la gracia de Dios», cooperaréis con Cristo, Sumo Sacerdote y Buen Pastor, a apacentar sus ovejas —tal vez sólo la que se había perdido, ¡pero por la cual es grande la fiesta en el cielo! 

 

Querido Julio: El   diaconado es un paso decisivo y definitivo. No te olvides: frente a un mundo tan relativista que sólo el auténtico amor, es el que es para siempre… Hoy asumís el compromiso del celibato, la castidad perfecta, para toda la vida. Un corazón sólo para Dios, indiviso, porque así lo habéis descubierto libremente en el discernimiento que has  hecho en estos largos años de formación. Se trata de un don sublime, que tienes que pedirlo todos los días de tu vida, es un don de Dios que lo llevamos en vasijas de barro, tenemos que cuidarlo con nuestra vigilancia. Encomiéndalo a tu tierna Madre del Cielo. El pueblo cristiano tiene derecho a esperar de sus consagrados la fidelidad a Dios en los compromisos adquiridos, porque ahí encontramos todo el testimonio y el estímulo para continuar siendo fieles cada uno, al don recibido.

 

Como diáconos, servirás al altar de Dios, en la Eucaristía, para repartirla a los fieles y especialmente a los enfermos. Y servirás a tus hermanos, especialmente a los más necesitados. Salí al encuentro de los pobres, toca directamente la carne herida de Cristo crucificado, como nos recuerda tantas veces el Papa Francisco. Sed siervos, nunca dueño.

A partir de esta noche sólo tendrán un derecho: el de servidor, el ser  esclavo. A esto hay que vivirlo hasta las últimas consecuencias, es decir, hasta dar la vida por los hermanos. No hay amor cristiano, y menos sacerdotal sino no es hasta la muerte, cuando más muerto se está, más vida se tiene, más vida se da. Es necesario que, como Jesús, te conviertas en buen pan, para ser un hombre comido, porque te consumes para dar vida.

 

La existencia cristiana y más aún la diaconal, como nos dice el documento de Aparecida, tiene que adquirir una verdadera forma eucarística. “¡Solo de la Eucaristía brotará la auténtica vocación de servicio, de entrega a los hermanos!”.

 

Queridos Emmanuel y Julio: termino con un consejo queelPapa Francisco dioa los obispos, sacerdotes y diáconos en Brasil.

 

Llamados por Dios. Es importante reavivar en nosotros este hecho, que a menudo damos por descontado entre tantos compromisos cotidianos: «No son ustedes los que me eligieron a mí, sino Yo el que los elegí a ustedes», dice Jesús (Jn 15,16). Es un caminar de nuevo hasta la fuente de nuestra llamada.

 

Al comienzo de nuestro camino vocacional hay una elección divina. Hemos sido llamados por Dios y llamados para permanecer con Jesús (cf. Mc 3,14), unidos a él de una manera tan profunda como para poder decir con San Pablo: «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2,20). En realidad, este vivir en Cristo marca todo lo que somos y lo que hacemos.

 

Y esta «vida en Cristo» es, precisamente, lo que garantiza nuestra eficacia apostólica y la fecundidad de nuestro servicio: «Soy yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero» (Jn 15,16).

 

No es la creatividad pastoral, no son los encuentros o las planificaciones lo que aseguran los frutos, sino el ser fieles a Jesús, que nos dice con insistencia: «Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes» (Jn 15,4).

 

         Sabemos muy bien lo que eso significa: contemplarlo, adorarlo y abrazarlo, especialmente a través de nuestra fidelidad a la vida de oración, en nuestro encuentro cotidiano con Él en la Eucaristía y en las personas más necesitadas.

 

El «permanecer» con Cristo no es aislarse, sino un permanecer para ir al encuentro de los otros.

Queridos Julio y Emanuel: tengan presente lo que decía el recordado beato Juan Pablo II: “el mejor pastor es el santo” “aunque viva sólo en el corazón del desierto”

Que la Eucaristía sea el centro de sus vidas

Que su ideal: la gloria de Dios y el bien de sus hermanos.

Que sean capaces de sentir con la Iglesia, nuestra Madre y gastarse y desgastarse para hacer de ella una casa y escuela de comunión en donde todos los hombres descubran a un Dios Padre providente y misericordioso.

Grábense en el corazón lo que decía el beato Cura Brochero: “Si el Señor me había llamado, Él sería fiel y sostendría mi fidelidad. Además Jesús, el Buen Pastor, no niega sus dones a quienes lo siguen y son otros Jesús”

Vivan en la escuela de María. Pensando en Ella pensamos en Cristo. Viviendo en Ella, vivimos en Cristo. Si hacen de María la madre y confidente, ella no los abandona y hace fecundo sus ministerios.

Que Dios los bendiga, bendiga a sus familias y nos conceda abundantes vocaciones sacerdotales.