Queridos hermanos:

Estamos celebrando la Solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo.  Unidos a toda la Iglesia, esta ciudad de Paraná, como parte de nuestra Iglesia Arquidiocesana, quiere una vez más,  rendir público homenaje de adoración al Misterio de Jesús presente en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía.

La solemnidad del «Corpus Christi» nació precisamente para ayudar a los cristianos a tomar conciencia de esta presencia de Cristo entre nosotros, para mantener despierto lo que el beato Juan Pablo II llamaba el «estupor eucarístico», es decir, la capacidad de asombrarnos cada vez más  ante esta “enormidad”  que es la Eucaristía.

Y si bien para nosotros la Eucaristía no es algo nuevo a descubrir, sino algo familiar,  quizá haya necesidad  de que la  rescatemos de la costumbre, o mejor dicho, del acostumbramiento. La rutina de las celebraciones hace que se pierda ese estupor, ese asombro por el mayor don que Dios nos ha hecho luego de su Encarnación y consecuentemente con ella y con su sacrificio redentor.

La primera lectura que hemos escuchado del libro del Deuteronomio nos recuerda el largo camino que hizo el pueblo elegido por el desierto rumbo a la tierra prometida.  Camino arduo y dificultoso, lleno de peligros y donde constantemente era probado en la fidelidad al Dios de la Alianza.   En ese camino experimentaron la espantosa y asoladora aspereza del desierto del Sinaí: el hambre atroz, la sed aterradora, la piedra desnuda, los riesgos mortales, los estragos del camino, las alimañas, serpientes venenosas y alacranes terribles.  En una palabra, un entorno de muerte donde el hombre no puede sobrevivir con sus solas fuerzas.  De hecho, nadie, sólo y por su cuenta, lo intentaría.  La única confianza posible  la hallarían solamente en Dios.

En ese Dios que era el conductor de su Pueblo, al que se mantenía enormemente fiel y por quien realizaría toda clase de prodigios y signos de su Amor y fidelidad.  Uno de estos signos fue el maná, alimento que no habían conocido ni ellos ni sus padres, figura del verdadero Pan que sustenta nuestra vida, el Pan de la Eucaristía.

En la segunda lectura, San Pablo nos ayuda a comprender que el hombre necesitado de pan y agua para subsistir, sólo puede vivir plenamente si se realiza en la relación con Dios y con los hermanos.  Para expresar este concepto, Pablo se vale de la experiencia eucarística que se vive en la comunidad de Corinto.  La participación y la comunión del pan eucarístico, a través del cáliz y el pan del altar, ayudan a entrar en una relación personal, profunda e íntima con el Cuerpo de Cristo, es decir, con su vida y con su amor.  Comiendo el Cuerpo de Cristo nos convertimos en Cuerpo de Cristo.  O dicho de otra forma, formamos entre nosotros, que nos comunicamos con Cristo, un solo cuerpo, el Cuerpo de Cristo.-

El texto del Evangelio que hemos escuchado debemos leerlo a la luz de la primera lectura, es decir, de la dramática situación del pueblo de Dios en el desierto.

En este capítulo, San Juan nos presenta a Jesús que está en la sinagoga de Cafarnaúm.  Después de la multiplicación de los panes, Jesús había cruzado el lago de Galilea y se reunió en la sinagoga con los judíos que se juntan para leer y explicar las escrituras y para rezar.  Es de suponer que se ha leído un pasaje de la Sagrada Escritura donde se relata el milagro del maná que Dios proporcionó a los israelitas en el desierto.  Los judíos preguntan a Jesús sobre un Salmo de la Escritura donde se refiere este hecho diciendo:”Les dio a comer el pan del cielo”.

 

Tomando este texto como punto de partida, Jesús los instruye explicándoles que aquel pan que habían recibido en el desierto no era el verdadero pan del cielo, ya que es un hecho conocido por todos ellos,  que los que estuvieron con Moisés en el desierto murieron después de algún tiempo.  Si el maná hubiera sido el verdadero pan del cielo, les habría comunicado la vida eterna.  Con estas explicaciones, Jesús provoca el interrogante:

¿Entonces, cuál es el verdadero pan del cielo del que hablan las Escrituras?

El texto que hemos leído nos ofrece la última  parte de la respuesta de Jesús.  Son palabras que sorprenden y escandalizan a los oyentes:

Quien distribuye el verdadero pan del cielo no es Moisés sino Dios, y el pan no es el maná sino el mismo Jesús.

Jesús es el verdadero maná.  Este alimento es superior al que comieron los antepasados en el desierto que, después de comerlo y de quedar saciados, “murieron”.

El Señor prepara a sus discípulos para que por la fe acepten comer este pan que ahora ofrece y que es Él mismo.  Por esto dice “mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”. De no comerlo “no tendrán vida en ustedes”. Es la carne y la sangre del sacrificio de la cruz, entregada para que nosotros vivamos para siempre con Él.  Jesús nos da a comer su carne inmolada en la cruz para que “vivamos para siempre”.

La carne de Jesús inmolada en la cruz se convierte en la comunión eucarística en la unión profunda de vida con él.  Uniéndose a nosotros,  a nuestra debilidad, Jesús se transforma en nuestro pan.  Jesús quiere que, al participar en la Eucaristía, experimentemos que en el desierto de nuestra vida también podemos lanzarnos como hambrientos y sedientos en los brazos de Dios.

Este gran misterio supera cualquier esfuerzo humano por comprender su sentido insondable.  Sólo se comprende si concebimos que Dios es Amor.  Llamados a la vida eterna, a la vida de Dios, nuestra vida se encuentra en el amor de Dios con un amor tan grande que vence todas nuestras debilidades.

En este sentido, hablando del culto eucarístico nos decía el beato Juan Pablo II: “El culto a la Eucaristía es de inestimable valor en la vida de la Iglesia…Es bello quedarse con Él e inclinados sobre su pecho, como el discípulo predilecto, ser tocados por el amor infinito de su corazón… Hay una necesidad renovada de permanecer largo tiempo, en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento”. Y agregaba: “¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y de ella he sacado fuerzas, consuelo, sostén!” (Juan Pablo II,  Ecclesia de Eucharistía n. 25).

El Señor, “pan vivo”, continuamente está a nuestra disposición.  El nos ayuda a vivir en la fe, esperanza y caridad y a gustar desde ahora, incluso sufriendo la soledad del desierto en esta vida, la verdad de la resurrección.-

Ahora bien: todos los que comulgamos nos unimos en un solo cuerpo con Jesús,  para poder vivir y amar como El vive y ama.  Lejos de encerrarnos en nosotros mismos, la comunión tiene que abrirnos para amar la vida y amar cada vez más a Dios y a nuestros hermanos.

Amar la vida es descubrirla como un don precioso de Dios, que quiere compartir con nosotros su dichosa existencia.  Aunque el instinto natural nos mueve a acoger la vida, respetarla y cuidarla, sin embargo, esta percepción se oscurece muchas veces en la cultura y en nosotros mismos.  Frente a una cultura de la muerte que nos amenaza de tantas formas, hace falta que los cristianos seamos capaces de vivir y transmitir a Jesús que ha venido para que tengamos Vida y la tengamos en abundancia.

Por eso los Obispos hemos querido llamar a este año 2011 “Año de la vida”, fortaleciendo la conciencia del respeto y el cuidado de la vida, de toda vida:

“… cuando hablamos del don de la vida, regalo sagrado de Dios a los hombres, ‘nos referimos a la vida de cada persona en todas sus etapas, desde la concepción hasta la muerte natural’ y en todas sus dimensiones: física, espiritual, familiar, social, política, religiosa, etc. La persona humana, portadora de vida, es ‘necesariamente fundamento, causa y fin de todas las instituciones sociales’ y es en este sentido que la Iglesia ha buscado siempre, en su accionar, la promoción de la dignidad de la persona y la protección de los derechos humanos como sustento imprescindible y constitutivo de todo orden social. Por eso, como pastores y ciudadanos, queremos reafirmar, en este camino del Bicentenario y de modo especial durante el 2011, la necesidad imperiosa de priorizar en nuestra patria el derecho a la vida en todas sus manifestaciones, poniendo especial atención en los niños por nacer, como en nuestros hermanos que crecen en la pobreza y marginalidad.

Estamos convencidos de que no podremos construir una Nación que nos incluya a todos si no prevalece en nuestro proyecto de país el derecho primario de toda persona sin excepción: el derecho a la vida desde la concepción, protegiendo la vida de la madre embarazada, y, potenciando el vínculo madre-hijo a fin de cuidar su calidad de vida hasta la muerte natural. Debemos encontrar caminos para cuidar la vida de la madre y del hijo por nacer, y así, salvar a los dos” (Comisión Ejecutiva de la Conferencia Episcopal Argentina, 14 de octubre de 2010).

El Cristo que reconocemos presente y adoramos en la Eucaristía es el mismo Cristo que hoy reclama nuestro amor en nuestros hermanos que sufren.  Los Obispos han dicho en Aparecida (393): “Los cristianos como discípulos y misioneros estamos llamados a contemplar en los rostros sufrientes de nuestros hermanos, el rostro de Cristo que nos llama a servirlo en ellos: “Los rostros sufrientes de los pobres son rostros sufrientes de Cristo”.

Ellos interpelan el núcleo del obrar de la Iglesia, de la pastoral y de nuestras actitudes cristianas. Todo lo que tenga que ver con Cristo, tiene que ver con los pobres y todo lo relacionado con los pobres reclama a Jesucristo: “Cuanto lo hicieron con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicieron” (Mt 25, 40).

En el contexto del año de la vida y también al celebrar mañana, 26 de junio, el día Internacional de la lucha contra el uso indebido y el
tráfico ilícito de drogas, no podemos dejar de pensar que entre los pobres más pobres están los niños, adolescentes y jóvenes que hipotecaron su vida por las adicciones, que viven esclavizados por la droga habiendo perdido su dignidad, que mueren todos los días como consecuencia de este flagelo.

Sin lugar a dudas, en estas últimas décadas, en nuestro país y en el mundo, el drama de la droga se ha presentado como una mancha que lo invade todo y que termina destruyendo familias y generaciones enteras. (Cfr. Aparecida, 422).

Juan Pablo II nos decía: “No se puede  menos que constatar con tristeza que la cultura de la muerte amenaza con superar el amor a la vida (…) , la muerte provocada por la violencia y con la droga”.  “Nos enfrentamos a un fenómeno de dimensiones aterradoras, no sólo por el elevadísimo número de vidas truncadas, sino también por la preocupante difusión del contagio moral que, desde hace tiempo, está alcanzando incluso a los más jóvenes, como en el caso – no infrecuente, por desgracia – de niños obligados a hacerse vendedores y, con sus compañeros, también consumidores” (JP.II:  L’Oss. Romano, Ed. En lengua española, 29 – 11 – 91, p. 10).

Por ello, en esta solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo, no podemos dejar de relacionar ambas realidades: el cuerpo de nuestros hermanos más pobres adictos que encontramos en la esquina, en la plaza, y el Cuerpo del Señor que hoy solemnemente llevamos en procesión por las calles de nuestros barrios y ciudades.

No podemos pasar de largo ante este desafío.  Cuando la vida es amenazada desde su inicio, cuando la vida pierde sentido, creándose ese vacío existencial que empuja a muchos a la evasión de la droga, hacia un mundo de ilusiones, la Iglesia quiere presentar a Jesucristo, Señor  de la Vida,  y así, promover la vida, una vida sana vivida en libertad y alejada de toda esclavitud.

A veces es muy fuerte el agobio que produce constatar cada día esta realidad tan dura, que parece una tarea casi imposible, pero creemos que, más allá de su complejidad, el fenómeno de la droga no es un interrogante sin respuesta.

Frente a todo lo que nos deshumaniza y opaca el sentido de la vida; frente a la tentación de achicar la Mesa del banquete de la vida; frente a la pretensión de construir un mundo sin Dios, o incluso contra Dios, los cristianos creemos que ese proyecto indefectiblemente se vuelve contra el mismo ser humano y contra el bien de nuestro pueblo.   Por eso queremos proponer caminos de vida verdadera y plena para todos, caminos de vida eterna.  Caminos que nos conducen por la fe a gustar la plenitud de Vida que Cristo nos ha traído.  Con esta vida divina se desarrolla también en plenitud la existencia humana, en su dimensión personal, familiar, social y cultural.

Esta propuesta la queremos proponer con humildad, pero con la convicción con que Jesús se presentaba a sí mismo diciendo: Yo soy el camino, la verdad y la Vida.  Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia.  Yo soy el Pan de vida.

Queremos anunciar “el amor de Dios que no quiere la muerte, sino la conversión y la vida” (Ez. 18,23).  En el marco de la misión continental queremos acercar a todos a Jesucristo, Señor de la Vida, recordando las hermosas palabras que nos decía el Papa Benedicto XVI al comienzo de su pontificado, haciéndose eco de su predecesor, el Beato Juan Pablo II:

“¡No teman! ¡Abran, más todavía, abran de par en par las puertas a Cristo!… Quien deja entrar a Cristo no pierde nada, absolutamente nada, de lo que hace la vida libre, bella y grande.  ¡No! Sólo con esa amistad se abren las puertas de la vida.  Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana.  Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera… ¡No tengan miedo de Cristo! Él no quita nada y lo da todo.  Quien se da a El recibe el ciento por uno.  Sí, abran, abran de par en par las puertas a Cristo y encontrarán la verdadera vida” (Benedicto XVI, 24-4-2005).  

Danos, Señor,  con tu Pan de Vida la fuerza que necesitamos para ello.  Que tu Cuerpo y tu Sangre entregados por Amor a nosotros nos hagan alegres mensajeros de la buena noticia del Evangelio de la Vida para todos nuestros hermanos.  Y que así como te reconocemos realmente presente en este santo Sacramento, así te reconozcamos también en nuestros hermanos que sufren todo tipo de pobreza y marginación.    Así sea.