Paraná, 20 de abril de 2011

Año de la Vida

 

Querido Señor Cardenal Estanislao Karlic, queridos hermanos en el Episcopado Monseñor Maulión y Mons. Fernández

Queridos sacerdotes

Queridos Religiosos,  religiosas y Consagrados

Queridos hermanos:

Esta Eucaristía que el Obispo celebra con su presbiterio y rodeado del pueblo fiel, tiene un profundo sentido para nuestra Iglesia diocesana, pues pone de manifiesto la unidad eclesial y el origen pascual de todos los sacramentos. Y tiene un hondo significado para nuestro presbiterio, puesto que en la consagración del Santo Crisma y en la bendición de los Óleos, son testigos y cooperadores del Obispo de cuya sagrada función participan para la construcción del pueblo de Dios, su santificación y su conducción.

Santo Crisma y oleos benditos que luego serán para toda la Diócesis materia de varios sacramentos. Oleos y Crisma que serán llevados por los sacerdotes a sus parroquias, para santificar a su pueblo,  para que movidos por el amor al Señor sean fieles administradores de los misterios de Dios para servicio de la Iglesia, como se comprometieron el día de su ordenación, y  hoy renovarán con nueva generosidad y entrega, delante de todos ustedes a quienes quieren servir.

Nuestra vida, queridos hermanos, no tiene sentido, sino no es para servir a ustedes. Nadie se ordena sacerdote para sí. Sólo para la edificación del reino.

El centro de toda la liturgia está iluminada por las palabras del profeta Isaías que acabamos de escuchar en la primera lectura, y que Jesús se aplica a sí mismo en la Sinagoga de Nazaret: » El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido«. Él es el «Cristo”, “el Ungido” es decir el verdadero Sacerdote, Rey y Profeta. Enviado por el Padre para anunciar la Buena Nueva.

Y nosotros, queridos sacerdotes,  hemos sido «ungidos» para perpetuar la misión del que fue «enviado a anunciar la buena noticia a los pobres, la liberación a los cautivos y proclamar el año de gracia del Señor» ( prefacio)

Las actividades pastorales del presbítero son múltiples. Si se piensa además en las condiciones sociales y culturales del mundo actual y de nuestras Arquidiócesis, es fácil entender que el sacerdote está muy expuesto al peligro de la dispersión. Su vida está compuesta por un sinnúmero de tareas diferentes, urgentes e importantes que requieren toda su atención. Por eso, es fácil caer en una disipación del trabajo en la que se pierde la unidad. Y, sin embargo, nos damos cuenta  que necesitamos esa unidad en nuestra vida. Los obispos, los sacerdotes,  l necesitamos a algo o Alguien que unifique  nuestras facultades,  nuestras actividades y trabajos para no sentirnos fuera de nuestro ser, casi alienados.

Hace falta un principio  que anime y unifique nuestra vida sacerdotal y nuestro ministerio. Necesitamos un anclaje en medio de esta continua tensión entre el ser y el hacer, entre nuestras debilidades y la exigencia de santidad. Necesitamos un anclaje para entender y entendernos, para comprender el mundo y transformarlo según el Evangelio, para conocer a los hombres y guiarlos en su santificación, para aprender y enseñar, para santificarnos y santificar. Necesitamos llegar al centro de nuestra identidad para entendernos, para saber quiénes somos, cuál es nuestra misión, en donde está nuestra fortaleza.

La respuesta ya la conocemos y permítanme que en esta mi primera Misa Crismal con ustedes, la recalque porque me parece fundamental y es el secreto de toda la plenitud y eficacia de nuestra vida sacerdotal: La Eucaristía en el centro de la vida del sacerdote y de la Iglesia. Fuente y culmen. No podemos perder de vista que la Eucaristía es «la principal  razón de ser del  sacerdote, «somos en cierto sentido por Ella y para Ella.

Nacimos junto a Ella, en el Cenáculo, como lo vamos a recordar y celebrar mañana. Nunca nos podremos plenificar, si Ella no se convierte en el centro y la raíz de nuestra vida, de tal manera que toda nuestra actividad (en el amplio campo del magisterio, de la santificación y de la caridad) debe ser irradiación de la Eucaristía. Como nos dice Benedicto XVI “La actividad exterior…queda sin fruto y pierde eficacia si no brota de una profunda e intima comunión con Cristo”.

Nuestro ser sacerdotal, que recibimos por la imposición de las manos y  la unción del Crisma y que hoy queremos renovar tiene que ser profundamente agradecida, entregada, salvada; una existencia que recuerda, que hace memoria; una existencia «consagrada», orientada a Cristo, es decir eucarística.( Nos lo recordaba el Siervo de Dios Juan Pablo II)

Toda la liturgia de hoy nos habla de unción, de consagración. Mis hermanos nuestra existencia es consagrada, hemos sido ungidos con el Santo Crisma… también nosotros somos «un Misterio de fe». «De nuestra relación con la Eucaristía se desprende también, en su sentido más exigente, la condición « sagrada » de nuestra vida. Una condición que se ha de reflejar en todo nuestro modo de ser, de obrar y de celebrar. Somos consagrados, no nos pertenecemos, somos propiedad exclusiva de Dios.

Signo de esta consagración será claramente nuestro amor, nuestra devoción, nuestra piedad para tan gran sacramento. Celebrar, adorar; estar ante Jesús Eucaristía, aprovechar, en cierto sentido, nuestras «soledades» para llenarlas de esta Presencia, significa dar a nuestra consagración todo el calor de la intimidad con Cristo, el cual llena de gozo y sentido nuestra vida.

Y en esta celebración,  uniéndonos a toda la Iglesia argentina,  quiero pedirles, queridos sacerdotes, que sean los primeros en comprometerse a ¡anunciar, con renovado vigor el Evangelio de la Vida!

“El Evangelista Juan nos transmite una expresión de Jesucristo que nos ayuda a comprender el misterio de su venida y la buena noticia de su presencia entre nosotros: “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Cf. Jn 10,10). La presencia del Hijo de Dios en nuestra carne no viene a hacer violencia, ni a aniquilar lo humano sino a introducirnos en un horizonte de eternidad. La vida humana se enriquece con la Vida divina para que la plenitud humana vaya más allá de todo límite imaginable y de todo anhelo o proyecto humano.

“Jesús, el Buen Pastor, quiere comunicarnos su vida y ponerse al servicio de la vida” (DA 353).

Él, Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo (Cf. Jn 13,1), el misterio pascual de la muerte y resurrección del Señor es un gesto elocuente del amor de Dios por el hombre. Dios vuelve a poner de manifiesto que ama entrañablemente al hombre y que sólo Él es Señor y Soberano de la vida. El misterio pascual, que estamos por celebrar, es el camino por el que cada persona puede recibir la Vida de Dios. Cristo, muerto y resucitado, se presenta ante toda persona como el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14,6). El Señor se ofrece, hoy también, como alimento para un mundo hambriento de felicidad y sentido: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan vivirá para siempre” (Jn 6,51). Cristo Resucitado, pone de manifiesto la victoria de la Vida y envía a sus discípulos a anunciar el Evangelio de la vida y a engendrar a los hombres en la Gracia de Dios como hijos en el Hijo, comprometiendo su presencia hasta el fin del mundo (Cf. Mt 28, 16-20; Hch 1,6-8).

Dejemos que Jesucristo, con la elocuencia del Misterio Pascual, nos enseñe a valorar, a curar y a cuidar la vida; que nos ayude a responder a los interrogantes más profundos y a los desafíos de nuestro tiempo. Escuchemos al Señor, seamos dóciles a Él, para descubrir la verdad de la vida humana y engendrar en nosotros las actitudes que cuiden, protejan, respeten y promuevan la vida de cada persona, en todas las etapas de su desarrollo y circunstancias. ”

Vamos a bendecir el óleo de los catecúmenos para engendrar nuevos hijos, el crisma para darles vida  madura, el óleo de los enfermos para acompañarlos en la cruz y abrirles la puerta de la Vida eterna.

Renovaremos el compromiso de anunciar la Palabra, que es palabra de vida y…” No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (Mt.4,4). Palabra que tiene que ser primero escuchada y sólo la escuchan  las almas silenciosas, la entienden las almas limpias y la reciben las almas humildes. Tres condiciones-silencio, pureza y humildad- que hicieron posible a la Virgen de Nazaret que la Palabra de Dios se encarnara en Ella.

Somos pastores para conducir a nuestro pueblo a Aquel que es el Camino,  la Verdad y la Vida. “Si uno tiene sed, que venga a mí y que beba. De su costado saldrán ríos de agua viva” (Jn.37)

Celebraremos la Eucaristía, haciendo presente al Pan de Vida, como expresaba San Agustín “Oh Iglesia amadísima, come la vida, bebe la vida, tendrás la vida y esa vida es integra” (sermón 131, 1,1)

Nos dice el documento de Aparecida  El Pueblo de Dios siente la necesidad de presbíteros discípulos “Servidores de la vida: que estén atentos a las necesidades de los más pobres… También de presbíteros llenos de misericordia, disponibles para administrar el sacramento de la reconciliación” ( Ap. n.199) que sana y da nueva vida.

A todos nos toca un permanente recomenzar desde Cristo, y que mejor oportunidad que estos días, en donde se manifiesta la gesta más grandiosa del amor de Dios, y así redescubrir la belleza y la alegría de ser sacerdotes. Anunciar a Cristo. Anunciar la Vida. Él es como nos decía Benedicto XVI, “el que nos hace la vida libre, bella y grande. ¡Sólo con esta amistad se abren la puertas de la vida. Solo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera…  Quien se da a Él, recibe el ciento por uno… y encontrará la verdadera Vida” (Benedicto XVI hom. de iniciación del ministerio Petrino)

Mis queridos hermanos: nosotros los sacerdotes debemos sentirnos apremiados por estas palabras del Santo Padre, por la urgencia de nuestro mundo y por el clamor de nuestro pueblo. Debemos pedir la gracia del  encuentro  transformador con  Cristo. En la escuela de María tenemos que ir haciendo realidad nuestra configuración con Él.

Cristo ha venido a darnos la vida en plenitud, sólo acogiéndola con sencillez y generosidad podremos ser verdaderos padres, porque estaremos engendrando la vida divina a nuestro pueblo.

Queridos sacerdotes: una vez más gracias por todo el trabajo pastoral que realizan y por su entrega.  Que Dios se los pague como lo tiene prometido al servidor fiel y bueno.

A ustedes, queridos hermanos y hermanas, recen y apoyen a sus sacerdotes y seminaristas, pidan a Dios con insistencia que envía más operarios a su mies.

Recordemos especialmente hoy a nuestros obispos y sacerdotes difuntos, a nuestros sacerdotes enfermos, y a los que sirven en otras Diócesis.

Mis queridos hermanos, respondiendo al llamado a anunciar el evangelio de la vida estaremos respondiendo al llamado a la santidad, que todos recibimos en el bautismo y en la ordenación. Por eso los invito a renovar las promesas sacerdotales para poder ser santos sacerdotes procurando una auténtica y profunda conversión pastoral.

Con estas intenciones,  ofrecemos el sacrificio de Cristo, y nos aprestamos a recibir la abundancia de sus dones, en la comunión de la Iglesia, junto a María, Madre de Dios y nuestra Madre-

Que así sea

 

 

 

 

 

 

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